Opinión
Eutanasia en cabeza ajena
Noa Pothoven era una holandesa de 17 años que había sufrido abusos sexuales y una violación causantes de estrés postraumático, depresión y anorexia. Murió hace una semana y no se sabe si se suicidó o si su suicidio fue asistido, o un caso de eutanasia legal, lo que se le denegó por su edad, de ahí que optase por dejar de comer y beber.
Se ha querido alejar su caso de la eutanasia, pero si algo muestra es, primero, cómo la eutanasia legal se solapa con el suicidio. Para sus defensores hay eutanasia si un médico suministra un producto para causar la muerte a demanda, suicidio asistido si se facilitó al suicidado para que se lo autoadministrase. Noa se suicidó pero bajo la mirada tolerante de los padres y el auxilio de quien administró morfina para que no sufriese: ¿nos perdemos en matices? Además aunque Holanda admite la eutanasia infantil, se le denegó por su edad, no porque apelase a padecimientos psíquicos, luego a esto se llega: se superan los graves e insoportables padecimientos físicos, enfermedades incurables o minusvalías severas que eran la coartada legalizadora.
En España una de las primeras medidas ya anunciadas como sello de progreso es legalizar la eutanasia. El caso de esta chica muestra la pendiente resbaladiza que nos aguarda, un camino muy parecido al iniciado en 1985 con la legalización del aborto. Se empezó por unos supuestos extremos para derivar, primero, a la realidad del aborto libre, erigiendo a España en centro del turismo abortivo, en palabras del Consejo de Estado; y de ahí a que sea un derecho que una madre acabe con la vida del hijo que engendra.
Cabe vaticinar que con la eutanasia acabaremos deslizándonos por otra pendiente resbaladiza y es ahí cuando conviene escarmentar en cabeza ajena y aprender de Holanda. Hace tiempo recomendé aquí la lectura de «Seducidos por la muerte», de Herbert Hendin, catedrático de Psiquiatría. No es una novela de terror, ni de ciencia ficción: es un amplio reportaje sobre la realidad de la eutanasia legal, en especial Holanda, un país teóricamente civilizado, europeo, que vive la realidad de enfermos o ancianos que optan por huir ante la hipótesis de que otro disponga que sus vidas ya no merecen ser vividas.
El caso de Noa Pothoven confirma lo que describe Hendin. No narra situaciones extremas, de grandes inválidos, de enfermos incurables –insisto, para eso se legalizó allí– sino que narra a qué se ha llegado y cual es el camino por el que se sigue avanzando: su cotidianeidad, la aceptación de que, paradoja, el suicidio es una opción vital más; una «terapia» más indicada también para la ansiedad, la depresión, no sólo para casos de dolor en enfermos graves o terminales, orillando los cuidado paliativos.
Describe Hedin la siniestra frialdad de esos centros especializados en provocar la muerte de sus clientes: se pide hora, se entra, se evalúa, se rellena un formulario y se sale en un féretro; expone cómo se va metabolizando en la sociedad y en las familias la idea de quién, según y como, ya no tiene por qué seguir viviendo. O se refiere a esos tanatólogos, personajes expertos en provocar no sólo la muerte, sino juzgar cuándo alguien está mejor muerto que vivo, lo que no deja de ser paradójico: a modo de coartada se invoca como fundamento de la eutanasia la autonomía del paciente, algo que permite reequilibrar la relación médico-enfermo, romper una relación muchas veces presidida por el poder del facultativo, pero donde hay eutanasia ese médico tanatólogo es señor de la vida, dado a asesoramientos rutinarios o formularios, proclive a la solución final: algo ya familiar entre nosotros con el aborto eugenésico.
En España estamos a tiempo de no adentrarnos por esas trochas que el nihilismo presenta como caminos de libertad, apelando a ese comodín multiusos que es la palabra progresismo. Hay mucho por hacer en cuidados paliativos y mucha mentira por erradicar, al menos para que si se habla de eutanasia se haga honor a su etimología –buena muerte– esto es: evitar el sufrimiento terminal, sin encarnizamiento, cuando toque y, a ser posible, con los deberes hechos, reconciliado con los demás y rodeado de los que te quieren bien.
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