Opinión
Manipulación
Las declaraciones de Grande Marlaska disculpando, o incitando, a la violencia contra los representantes de Ciudadanos que habían decidido sumarse al desfile del Orgullo (Gay) forman parte de la presión que el Gobierno, el PSOE y medios y sectores afines están ejerciendo sobre el partido de Albert Rivera para se avenga a apoyar a Pedro Sánchez. Nadie albergará la menor duda de que si C’s hubiera cedido, sus representantes se habrían manifestado con toda tranquilidad. La censura y la violencia habrían quedado reservadas –sin necesidad de hacerlas explícitas– al PP y a Vox, cuyos miembros saben, en particular si son homosexuales, que cosas como el día del Orgullo les están vedadas.
Con razón, diría Grande Marlaska, definiendo así los límites del correcto homosexual y asestando un golpe bajo a sus adversarios políticos. Es este, el de la manipulación política, el aspecto más sórdido de la actitud del ministro del Interior.
Poco menos sórdida es la de quienes se dejan manipular a sabiendas de lo que están haciendo con ellos. Recuerdan a los manifestantes antinorteamericanos de los años 80, aquellos pacifistas que se dejaban manipular por los soviéticos, en un momento –como ahora con la izquierda– en el que los comunistas habían perdido todo su atractivo como no fueran las causas bienintencionadas, entonces la «paz», ahora los «derechos LGTB». (El asunto se da en todas partes: hace poco en Portland, Estados Unidos, unos manifestantes «antifa», es decir «antifascistas», agredieron brutalmente a un periodista de «Quillette», una revista independiente, al grito de «No al miedo, No al odio»).
¿Qué razón lleva a alguien aceptar ser el objeto de esa degradación y a ejercer la violencia, o aceptar que se ejerza en su nombre? En el tribalismo está la respuesta: en la satisfacción primitiva e inmediata, en la descarga de placer que debe de suscitar el trazar una frontera infranqueable, en la euforia de una plenitud recobrada en tiempos de incertidumbre. El mecanismo va mucho más allá de la política, pero la requiere y le exige aquello con lo que la política, en un régimen liberal como el nuestro, nunca debería mezclarse: el gesto de amenaza y de exclusión, y, llegado el caso, la violencia ejercida sobre quienes no piensan y por tanto no son como yo. Hay quien no acaba nunca de encontrar pretextos para reinventar su fanatismo.
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