Opinión

"Hombres de honor"

Hace casi dos décadas de la película de George Tellman que, con este enunciado, llevaba a las pantallas la historia de Carl Brashear; el primer negro que llegó a capitán de buzos de la Marina de Estados Unidos superando todos los obstáculos, incluidos los derivados del más intransigente racismo. La semana pasada, casualmente, tuve la oportunidad de presentar un excelente libro con el mismo título (Hombres de honor. El duque de Ahumada y la fundación de la Guardia Civil de E. Martínez-Viqueira). Una biografía individual y colectiva. Por un lado, la del hombre que organizó la fuerza de policía capaz de afianzar el Estado liberal y la existencia del mercado nacional en España. Por otro, unida a la anterior, la de aquella institución en su primer cuarto de siglo.

¿Cómo pudo llevarse a la práctica aquel proyecto tras numerosos precedentes fallidos? Fundamentalmente por el empeño y la actividad de don Francisco Girón y Ezpeleta, II duque de Ahumada y V marqués de las Amarillas, que supo dotar de valores superiores a un cuerpo militar, con funciones civiles, y señalarle un estilo de vida. Además por la captación de un conjunto de jefes y oficiales que encarnaron aquel modelo y fueron capaces de integrar en él a los hombres a sus órdenes, mediante un ejercicio de extraordinario liderazgo, en todos los sentidos. Ciertamente el duque de Ahumada consiguió rodearse de los mejores colaboradores y, a la vez, ofrecer a los voluntarios que acudieron a su llamada las condiciones materiales más favorables, dentro de las limitaciones existentes.

El instrumento para conseguir la formación necesaria fue un sencillo código de conducta, un prontuario vital: la Cartilla del Guardia Civil. El carácter emblemático de su artículo primero exponía, sin ambages, la regla esencial: «El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás». Un valor entendido a la manera de Schopenhauer cuando afirmaba que «el honor es la conciencia externa y la conciencia es el honor en el interior».

Cambian los tiempos y las formas. Mudan los valores en su componente cultural, sin entrar en debates sobre su condición natural, o no. Pero el caso de la Guardia Civil demuestra que, en sus 175 años de existencia, los resultados derivados de una ética basada en el honor, son extraordinariamente positivos. Los Hombres de Honor, aquellos de 1844 y éstos de ahora, son leales y encuentran, ayer y hoy, la satisfacción de conciencia en el cumplimiento del deber. Su meta permanente es la excelencia en el desarrollo de sus funciones; aun cuando las circunstancias en las que se desenvuelven no sean las más favorables, por la cicatería de los gobernantes que, una y otra vez, olvidan, entre otras cosas, la injusticia salarial con la que les tratan.

No lejos del final de sus días, a modo de resumen de cuanto había aprendido en su agitada existencia, un tal Miguel de Cervantes, proclamaba: «Yo sé quien soy». Buena parte de nosotros no seríamos capaces, seguramente, de responder con la misma determinación cervantina a una cuestión tan decisiva para entender nuestra propia vida. Pero en la Guardia Civil, desde el general de mayor graduación hasta el guardia recién ingresado, todos saben lo que son.

En el actual contexto social, donde palabras como las que acabamos de mencionar (honor, deber, conciencia) amenazan con diluirse, perdiendo aparentemente su significado, al hilo de su relativismo desorientador, el comportamiento de los hombres y mujeres que siguen creyendo en ellas son la mejor prueba de su vigencia y de su utilidad, individual y colectiva, material y espiritual. Cualquier sociedad precisa siempre referentes, a título de ejemplo; en nuestros días también y «los Hombres de Honor», los miembros de la Benemérita vienen a ser un colectivo con virtudes a imitar, prestando así un servicio más, y no pequeño. Faltan apenas unos meses para que se cumpla siglo y medio de la muerte de don Francisco Girón y Ezpeleta; pero, esté donde esté, puede sentir el orgullo de que sus hombres (no hace falta insistir en que también sus mujeres) han sabido, en su inmensa mayoría, vivir conforme a sus indicaciones de 1845.

A la vista de esta realidad por qué no pensar en un país mejor, en el que los políticos sin ir más lejos, tuvieran su propia cartilla. Eso sí aunque solo fuera a modo del libretto de Ricardo de la Vega en La verbena de la Paloma. Creo que los españoles tienen derecho a exigir a sus «representantes», no menos de lo que la Susana le pedía, indirectamente, al Julián: «vergüenza, pundonor (el punt d’honor catalán de otras épocas) y lo que hay que tener». Para ello bastaría que se mirasen en el espejo de los Hombres de Honor. Comparando su imagen con la de cualquier guardia civil sentirían su propia pequeñez, correrían «el peligro de contaminarse» de algo de honor y, desde luego, verían claramente lo que hay que tener, en la más amplia acepción de esta expresión. Se llevarían algún sofoco, pero nos ahorrarían a los demás los que sufrimos, a diario, por su causa.