Opinión

El número de los caídos

Nunca sabremos cuántos fueron. El coronavirus no es la peste, que mató a seis de cada diez europeos. Tampoco es el ébola, que desangra literalmente a sus víctimas. Pero el covid 19 tiene algunas características tan repugnantes como las de aquellas epidemias. Para empezar, ha convertido a los jóvenes –los que más contagian sin saberlo– en verdaderas bombas biológicas. En segundo lugar, se ceba con nuestros mayores, una de las mejores generaciones de españoles, los que superaron la guerra civil y nos devolvieron un país rico y reconciliado. El otro rasgo atroz es que a menudo mata silenciosamente, sin síntomas indiscutibles. A quienes mueren en casa, sin pruebas que hayan confirmado la enfermedad, se les entierra sin que integren las estadísticas de la mortalidad por coronavirus.

No hay forma, sin embargo, de hacerlo de otro modo. Aquí no me voy a sumar a los críticos del gobierno. Es imposible hacer la autopsia a todos los fallecidos y, aun en caso de haber tests, no podríamos emplearlos en ellos, por cuestión de prioridad. Los responsables de las autonomías manchega, castellano leonesa y navarra confirman que sus tasas de mortandad superan en un 140 por 100 las del año pasado por estas fechas. Ocurre un fenómeno parecido en Madrid. Y Alberto Núñez Feijóo dice desde Galicia que hay un desfase claro entre las defunciones oficiales y las producidas por coronavirus. Y, sin embargo, eso no quiere decir que nadie mienta u oculte.

Está ocurriendo en todo el mundo que sólo integran las listas de fallecidos por la pandemia quienes mueren en los hospitales y han sido confirmados por las pruebas. En Nueva York expiran estos días alrededor de 200 personas diariamente en sus casas. El médico firma el parte de defunción y, como mucho, puede añadir «infarto» o «insuficiencia respiratoria» o «fallo renal», sin embargo no puede certificar el coronavirus como causa.

Y el silencio es tanto más amplio cuanta mayor cantidad de enfermos permanecen en sus hogares. Por eso es tan baja la tasa oficial de muertos en Alemania y los Países Bajos, donde los ancianos han sido tan desalentados a combatir por sus vidas que hace mucho que se someten a sedaciones paliativas mucho antes de que sea imprescindible. La gente está muriendo en silencio, tan pronto comprende que la neumonía ha complicado un cuadro de vejez y enfermedad compleja.

Nunca sabremos a ciencia cierta cuántos cayeron en esta epidemia. Al menos nos cabe el consuelo de que en España hay muchas más defunciones «oficiales» que en otros países, donde ni siquiera luchan ya por los que más respeto merecen. Nos queda la triste confianza de que quienes expiraron en casa apenas tuvieron tiempo de llegar al hospital.