Opinión

El hombre encerrado

Frente a mi balcón vive un hombre que no para de dar vueltas en su terraza. Cuenta los pasos con nerviosismo y tensión, una cuenta atrás de una bomba de relojería. A diferentes horas, me asomo a la luz y sigue ahí, andando, como un Forrest Gump desubicado. Un día horadará el suelo y llegará a un nivel inferior hasta que pueda salir a la calle, que es el premio a esa maratón distorsionada. Ni aplaude a las ocho ni saca la cacerola a las nueve, cuando se enciende el informativo y se apaga ese optimismo huero de los magazines y los sálvame, que sigue con su rifas, que debe ser muy de izquierdas, como a cada rato reza Jorge Javier. El tiempo es infiel en estos días, así que a veces lleva un gorro de lana, y otras, se presenta en camiseta. Si alguien le rodara, haría el documental de una metáfora, no harían falta palabras, una vuelta al cine mudo, silencio sobre silencio. Es un encerrado en la cabina de Chicho Ibáñez Serrador. Cuando el viento agita el ambiente, su cuerpo hace frente a la resistencia. Verle forma parte de la rutina. Si algún día se retrasa pienso que igual le ha pasado algo, que ha cubierto su obsesión por otra manía, y hasta me preocupo. Si algún elemento de la cotidianeidad se rompe, el puzzle de la vida salta por los aires. Sus pasos forman parte de mi contemplación del mundo. Su actitud es ya un trozo de mi paisaje cerebral. Escudriñar el exterior nos convierte en el James Stewart de «La ventana indiscreta». Crees que estás descubriendo el universo mientras en el tercero los niños se aproximan a los cristales o en el ático una mujer y su sombra se persiguen corriendo. Por televisión, aparecen confinados felices. Parecen reales, pero no lo son.