Opinión

Pactar no es maquillar al Gobierno

Pedro Sánchez ha propuesto un acuerdo nacional para superar la crisis económica en la que va a entrar España a causa del coronavirus. Lo anunció con la etiqueta de «nuevo Pacto de La Moncloa» porque en 1977 fue el acuerdo marco, más allá del político que un año después dio a luz la Constitución, que permitió que la Transición cumpliera su principal objetivo: ir del franquismo a un Estado democrático sin que la sociedad española se partiera en dos de nuevo o en mil pedazos. El plan de Sánchez es que nadie podía escapar a tan sugestivo acuerdo si se ataba con el espíritu de entonces, pero ha fallado el primer eslabón, del que debe partir la iniciativa: el propio presidente del Gobierno. Ha confundido acuerdo con cerrar filas en torno a él. No va mal ahora recordar que Adolfo Suárez se vio obligado a acordar unos grandes acuerdos políticos y económicos tal y como ganó las elecciones de junio del 77 porque no disponía de mayoría absoluta y esos apoyos eran insuficientes para afrontar los grandes retos que tenía por delante. Sánchez, por contra, tiene una minoría aún más exigua y unos socios que no son precisamente una seguridad para la estabilidad. Hay otro aspecto que el presidente no tiene en cuenta: todo lo que se firmó en octubre del 77 se desarrolló posteriormente en el Congreso, cuando ni siquiera era Cámara constituyente. El Parlamento ahora debe ejercer su función con todos los mecanismos de que dispone y partiendo de la representación de cada uno. En los Pactos de La Moncloa, el voto de un grupo minoritario como el PNV, CiU o el PSP, valía lo mismo que el de UCD, PSOE y PCE.

De ahí que tenga sentido la propuesta del líder del PP, Pablo Casado, de que el acuerdo que se alcance debe cerrarse en el Congreso, con luz y taquígrafo, y debatiendo cada uno desde el valor de sus escaños. Es cierto que el desarrolló dramático del coronavirus, con 18.579 fallecidos, según los datos de ayer, obligan a Sánchez a cerrar una acuerdo que amortigüe el desprestigio de su Gobierno, pero además de grandeza, también es necesaria humildad. No sólo su mayoría es frágil, sino que la argamasa con la que se sostenía su pacto con ERC y PNV hoy vale muy poco: no es el momento de ofrecer contrapartidas al soberanismo catalán y la caja está vacía tras el envite que está suponiendo la epidemia, lo que aplazará las inversiones reclamadas por los nacionalistas vascos. Es decir, el Gobierno de Sánchez no tiene sustento alguno, más allá del que le da Pablo Iglesias, que es más una rémora que una ayuda. Humildad quiere decir en estos momentos que el poder que este PSOE irreconocible ha asentado en las instituciones entienda que la oposición, y más en las circunstancias actuales, también cuenta. Es decir, el uso que de nuevo ha demostrado hacer del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) no puede despertar ninguna confianza en la oposición. Hacer un barómetro monográfico sobre el coronavirus y la gestión que está haciendo el Gobierno con preguntas dirigidas a la aprobación sólo demuestra que Sánchez, una vez más, ha vuelto a poner en marcha el cronómetro electoral. «En circunstancias como las actuales, ¿cree que los partidos políticos y líderes de la oposición tienen que colaborar y apoyar al Gobierno en todo lo posible, dejando sus críticas o discrepancias para otros momentos...», dice una de las preguntas que, como es lógico, tiene el 87,7% de la aprobación de los encuestados.

No hace falta que venga el CIS para corroborarlo y hacerlo público, de hecho este periódico publicó hace unos días –al igual que otros medios-–una encuesta con similares resultados. Lo que es inaceptable es que, una vez más, ponga un organismo del Estado al servicio de la estrategia del Gobierno. Claro que es necesario que exista un gran acuerdo, pero en condiciones fiables. El capital político de Sánchez es escaso y debería no malgastarlo en operaciones de maquillaje. Hay demasiado en juego, como el FMI ha advertido.