Opinión

¡La transparencia, estúpido!

Jorge Fernández - Rúa

Fue en la campaña de 1992 de Bill Clinton donde se hizo famoso el eslogan político: The Economy, stupid! Acuñada por James Carville, asesor del entonces candidato a la presidencia de EEUU, ha sido utilizada como ejemplo de éxito en el marketing político y contribuyó a que el Partido Demócrata ganara unas elecciones al entonces presidente y candidato republicano, George H. W. Bush.

En los últimos años, el término transparencia ha sido utilizado un sinfín de veces en la política, pero muchas de ellas sin saber siquiera qué significa y qué implica. La competición por ser el más transparente ha cogido una velocidad de vértigo, en la que Comunidades Autónomas, Entidades Locales y el Estado han aprobado normas y leyes en este ámbito. ¿Y por qué esta carrera por alcanzar la máxima transparencia? Simple, los expertos en políticas públicas, así como los ránquines mundiales de buen gobierno y/o de democracia señalan la transparencia como un requisito fundamental para el progreso, social y económico. A mayor transparencia, mayor seguridad jurídica, mismas reglas de juego para todos y, por ende, mayor inversión. El problema viene cuando estas leyes no se desarrollan o no se cumplen, por lo que quedan en papel mojado, nunca mejor dicho. Así, la transparencia, indicador clave de la calidad de los gobiernos democráticos, se suele entender como un fin y no como un medio.

Entonces, ¿qué queremos decir con transparencia? A pesar de no existir una definición universal, hay un consenso general de que se relaciona con el derecho a la información y el acceso público a la misma. A modo de resumen, la transparencia implica el grado de acceso que se tiene de la información de las Administraciones Públicas a la que el ciudadano tiene derecho a conocer; la calidad de dicha información, su alcance, así como el momento en el que se puede acceder a la misma. Transparencia, desde luego, no es sólo presencia tal y como creo que entiende el actual Gobierno.

La opacidad pública tiene un gravísimo impacto en el Estado de Derecho, ya que puede socavar la toma de decisiones, limita el control que los ciudadanos pueden hacer al poder público (ya sea directamente a través de un proceso electoral o indirectamente a través de sus representantes, esto es, el Parlamento) y, sobre todo, mina la confianza en las Instituciones Públicas.

Es, en esto último, en lo que me quiero centrar, pues sólo con unas Instituciones fuertes y de calidad, seremos capaces de afrontar la crisis que se nos viene encima de la mejor forma posible. Las Instituciones del Estado, véase Jefatura del Estado, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas y los Órganos Consultivos, son las que perduran en el tiempo, a pesar de los cambios políticos, y son las que garantizan el correcto funcionamiento de nuestro Estado de Derecho. Los líderes políticos deberían trabajar por fortalecer nuestra confianza en las Instituciones del Estado.

Falta de transparencia, ya sea por imposibilidad de acceder a la información, porque la información que se facilita es incompleta o porque la calidad de la misma no sea buena; tratar de limitar al máximo la función del Parlamento (no legisla, no representa y controla de forma muy limitada); aprobación de una veintena de reales decretos (con sus correspondientes correcciones) de forma unilateral en menos de un mes y medio; el filtro de la Secretaría de Estado de Comunicación a las preguntas de los periodistas, son solo algunas de las actuaciones que estamos viendo todos los días y que están minando de forma drástica la confianza en nuestras Instituciones.

Además, el Gobierno ha decidido “congelar” la aplicación de la Ley de Transparencia. Y no es que lo haya hecho de facto, sino que se plasmó en una modificación del Real Decreto del Estado de Alarma apenas cuatro días después de aprobarse. Una decisión que no hace otra cosa que ahondar en el problema de la desconfianza en las Instituciones del Estado. En esta situación excepcional, es más necesario que nunca conocer qué está pasando y en base a qué se están tomando las decisiones. La opacidad solo alimenta el surgimiento de bulos y noticias falsas. La solución es más Transparencia, nunca menos.

Puede que nuestras Instituciones no sean consideradas las mejores del mundo, pero ha costado mucho construirlas y mantenerlas. No podemos permitir que por una política de NO TRANSPARENCIA nos quedemos sin ellas. Porque, sin ellas, no conseguiremos salir de esta. Porque sin Transparencia, no hay Democracia.

Jorge Fernández-Rúa

Socio director de Cariotipo/Lobista y consultor de asuntos públicos en sectores fuertemente regulados. Licenciado en Administración y Dirección de Empresas por ICADE y Master en Asuntos Públicos por SciencesPo París, especializado en Transparencia. Colaborador de Transparencia Internacional España.