Literatura

Lecturas sin algoritmos

Se baja a la librería de Aldo con la intención de adquirir un castellanazo aleccionador y aleccionante, pero al final se sale de allí con los «Diarios» de André Gide, porque no existe un alma sin sus faltas ni sus pecados capitales, y con una buena traducción de «La marcha Radetzky», que la que se conserva en la balda gasta un español calcificado que para edades tempranas pase, pero ya está.

–Llévate esta–me sugiere Aldo.

El consejo se toma sin objeciones porque uno aprendió a hacer caso a los libreros en un lance de juventud, cuando, al pagar las lecturas en caja, me sustituyeron el Jünger que llevaba en la mano por un Conrad.

–No te pierdas antes de tiempo, chaval.

El Salva acertó y desde entonces se es capaz de llevar la contraria a cualquiera, incluso al jurado de eso del MasterChef, pero jamás a un librero, que no es un dependiente como creen algunos por ahí, esos son los de los grandes almacenes, aunque aún existe mucho equivocado que se mantiene en esta confusión. En esa adolescencia sin prontitudes, hecha de barrio y mucha acera, se acudía a las librerías para sobredorarse de erudición mirando los anaqueles, aunque por entonces para lo único que servía la cultura era para que a uno le tomaran por tonto en el patio del colegio. Existe una época donde no tener moto y conocer quién es Julio César supone una desventaja evolutiva.

Una de las primeras independencias reales que se recuerdan es la de acudir solo a la librería de la esquina para ir eligiendo un libro. Eso molaba, entre otros motivos porque nunca pagaba y aquello parecía un bazar de gratuidades. La visita se convirtió en ritual y con el tiempo acabó deviniendo en una afición. Se iba allí no tanto para ensanchar las luces, sino para desembrumarse de aburrimientos y para disfrutar del pálpito que ofrece el descubrimiento de un título inesperado. Enseguida se asumió ese aprendizaje elemental de que a las librerías no se va únicamente a adquirir lo que se busca, sino a descubrir también lo que no sabe.

En estos tiempos tan «online», que pretenden sustituir el librero por un algoritmo, aún se conserva la emoción juvenil que procuran los encuentros azarosos. La ciencia quiere reducir las polifonías del gusto humano a una fórmula. Las matemáticas son una superstición moderna que pretende decirnos cuál es la mujer adecuada, el coche correcto y el libro del que no vamos a arrepentirnos si lo leemos, sin reparar en ningún momento que el error es el que hace al hombre. Detrás de esta deificación de la tecnología, que, como el Dios de Miguel Ángel, parece ubicua y omnisciente, lo que suele ocultarse es un monopolio. Hasta ahora lo único que se ha conseguido es recomendar novelas negras a quien le gusta la novela negra, porque los algoritmos más que afinidades persiguen colocarte una mercancía. Más que tridimensionarle a uno el horizonte intelectual, que es de lo que va la lectura, lo encoge. Y para evitarlo, precisamente, está Aldo.