Opinión

Ni los muertos nos unen

Hemos ido «privatizando» la experiencia de la muerte, de tal manera que morirse parece un error que las personas listas deben evitar. Cuando alguien fallece, solemos preguntar dos cosas, de qué y a qué edad ha muerto. Como si el difunto pudiera haber evitado el ingreso en el más allá comiendo más sanamente o caminando más. Esta «individualización» del fenómeno nos permite evitar la reflexión fúnebre colectiva, el hecho de que es ley morirse y nos cuesta mucho.

Algo de esto se percibe en la falta de luto por lo ocurrido en España. Cierta falta de un dolor explicitado. Y se ha notado en la reticencia a plantear ceremonias colectivas o banderas a media asta mientras caían a nuestro alrededor cuarenta, cincuenta, sesenta mil personas. Sentimos pánico cerval a cualquier alusión tanática.

A pesar de ello, creo que la ausencia de Pedro Sánchez de la ceremonia de oración por los fallecidos encierra algo más. No es sólo el «yuyu» por la muerte –que pudiera llegar a deslucir su gobierno y las vacaciones– es también que hay una España materialista y agnóstica que detesta tanto a la Iglesia que se alegra de que el presidente no vaya a una catedral. Los políticos se obligan a la ley de las encuestas. Lo que hacen o no, responde por lo general a la economía de escaños. Especialmente cuando se tienen pocos principios y se ha desarrollado cierto cinismo. Pedro Sánchez ha evitado el funeral para demostrar la laicidad del Estado. Para él es más importante evidenciar la ruptura con la «otra España», potenciar la fuerza electoral de la división, que unirse con el otro en el sufrimiento.

¿Quién se ausenta de una sinagoga o una mezquita cuando el amigo fallecido es de otra religión? ¿Quién rechaza acompañar a quien se casa por lo civil, por muy religioso que uno sea? Hay que estar muy henchido de ideología para anteponerla al cariño. Y eso exactamente es lo que ha pasado. No le ha ocurrido a Pedro Sánchez, sino a la media nación que lo votará por ello. Es mucho más grave el rencor que el covid 19. Estamos gravemente enfermos.

En los años 50, un epidemiólogo, el doctor Rafael Nájera, empezó a recorrer el país para combatir la polio. Con unas neveras recicladas de la marca Coca-Cola –para conservar la vacuna– y en mula, allí donde no se tenía otro modo. Él y el equipo del Ministerio de Sanidad acabaron con la enfermedad y testimonian que, en los lugares donde vacunaban, vecinos que acababan de luchar encarnizadamente en la guerra se unían para ayudarse, por el bien de los niños. Lo que esa gente hizo por sus críos no somos capaces de hacerlo ahora por nuestros difuntos.