Opinión

Violencia política

A día de hoy hay 173 presos etarras. Están repartidos por toda España, en 43 centros penitenciarios. Es la otra huella del terrorismo nacionalista que durante años sembró el espanto y la muerte en las calles, los cuarteles y los centros comerciales de nuestro país. A cada uno de ellos le corresponde una cantidad de sufrimiento –de ese sufrimiento del que tanto le gustaba hablar al Gobierno social peronista antes del covid-19– imposible de contabilizar como no sea calculando el número de heridos y de muertos causados por cada uno de esos presos. Seguirían sin evaluarse los lazos familiares, las amistades, las esperanzas destrozadas por los asesinos nacionalistas.

Los dos conjuntos, el del sufrimiento y el de los criminales, siniestro el uno y terrible el otro, son parte de España. Y España, la palabra España, deja de tener sentido si quienes la forman olvidan el dolor en el que se creó el segundo y el intento criminal que conforma el otro.

Como explicó ayer LA RAZÓN, el Gobierno ha decidido acercar a los terroristas nacionalistas al País Vasco y ceder luego la competencia sobre su posible liberación a los nacionalistas. Quedan así desamparados los que han sufrido y premiados los criminales. El gesto reforzará a una sociedad, la vasca, de la que están excluidos todos aquellos que no aceptan la construcción de una nación cimentada en el crimen y la sangre de los inocentes. Y debilitará a España, porque una nación no puede prescindir de la justicia.

En eso consiste el proyecto de Sánchez y de Iglesias. Diluir los lazos que unen a la antigua nación constitucional española y reforzar, en cambio, la creación de esa nueva «nación» vasca. Una «nación» que no lo es porque está orgullosa de quienes la fundaron en el terror y la criminalización de todos aquellos que pensaron que se podía ser vasco de otra manera, sin violentar ni asesinar a nadie.

El acercamiento de presos no es, como dice el Gobierno, la normalización y la superación definitivas de una situación excepcional. Al contrario, es la institucionalización de lo que siempre debió haber sido excepcional. En nuestro país, el gobierno premia la violencia política. Y lo hace como si fuera una muestra de diálogo y de apertura, siendo exactamente lo contrario. Significa el olvido de aquellos que han sufrido con esa violencia, y la creación de espacios, cada vez más amplios y más consolidados, donde los verdugos y sus cómplices campan a sus anchas, sin contrapeso. Ya no hay violencia, se dice. Pero la hubo y la sigue habiendo, ejercida ahora por unas instituciones creadas para eso, porque ese es el designio único del nacionalismo. También la ejerce el Gobierno central, al tolerarla en la Comunidad Autónoma correspondiente y en el resto de España, fingiendo que es un capítulo pasado de nuestra historia y que esas heridas están cerradas. No lo están, y la propia política de Sánchez e Iglesias demuestra que esas heridas siguen abiertas. Añádase el pacto con Bildu y la liquidación del castellano en la enseñanza, y se entenderá de qué hablamos.