Casa Real
La monarquía en la diana
En España hemos pasado del orgullo por la Transición, aquel cambio pacífico de la dictadura a la democracia, a poner bajo sospecha las ideas, partidos y personas que la protagonizaron. Hemos normalizado la puesta en cuestión de la España democrática, los fundamentos de nuestra democracia liberal. Ese era el objetivo de Pablo Iglesias: desestabilizar desde el poder para crear con los escombros su República socialista, o chavista, que tanto da.
Unidas Podemos es un partido rupturista, convertido en clave de la gobernabilidad del país por deseo del PSOE de Sánchez. Esto tiene un precio: entrar en la era de los referéndum, sean convocados o no. Iglesias prometió en 2019 una consulta popular sobre la monarquía, y lo ha repetido ahora Rafael Mayoral. Es una evidencia. El resto de legislatura estará marcado por la petición de plebiscitos sobre los pilares del sistema político del 78: la monarquía y la unidad de España, frente a la república y el derecho de autodeterminación.
Sobran los argumentos legales, porque no es tan relevante que se articule el referéndum sobre la monarquía como conseguir que se debata la cuestión. El objetivo es que los fundamentos de la comunidad política creada durante la Transición sean objeto de controversia. La misma discusión servirá para restar legitimidad al sistema político y confrontarlo con otra idea de país. Ya lo han logrado. Lo escribió George Lakoff: marcar el tema de debate es una victoria. Las iniciativas para incluir la monarquía en la agenda política como un tema más a la altura de los desahucios o del salario mínimo son la supuesta urgencia para desarrollar por ley el Título II de la Constitución, y la comisión de investigación parlamentaria. Dejando a un lado que esto último es una representación teatral solo útil para los medios, el propósito de dichas iniciativas es crear la opinión de que la monarquía está descontrolada, sumida en la corrupción.
La monarquía parlamentaria tiene dos caras: la dignificante, que es el comportamiento, y la dignificada, su función institucional. Felipe VI cumple perfectamente las dos, y por eso molesta a los comunistas y a los independentistas. El 3 de octubre de 2017 fue el 23-F de Felipe VI, y los golpistas y sus socios no lo soportan. Hubieran preferido un Rey silente o, mejor, un Alfonso XIII dejando el país a su suerte. Sin embargo, su actuación reavivó el sentimiento monárquico; es decir, insufló fuerza a uno de los pilares básicos del sistema político del 78. El Rey se ha convertido por su fortaleza en el principal objetivo de los rupturistas. Lo nombraron «persona non grata» en Cataluña con la complicidad de socialistas y podemitas, incluso lo apartaron de la inauguración del año judicial en Barcelona. Quemaron sus retratos en las calles y el Gobierno dijo que era «libertad de expresión». Ahora han visto la parte débil de la monarquía, justo la que encaja con su discurso deslegitimador de la Transición y de la Constitución: el rey Juan Carlos. Los comunistas y los independentistas no se van a detener porque la comisión de investigación registrada en el Congreso no supere el trámite. Utilizarán otras instituciones y a los medios amigos para hacer campaña de trazo grueso contra la monarquía.
Ahora es cuando se recogen las ideas planteadas durante el zapaterismo. Entonces se habló de la nación española como concepto discutible, de la monarquía como forma antigua, del franquismo latente, de la derecha repudiable, y de un republicanismo cívico que en realidad era sacrificio de la libertad e ingeniería social. Todo esto, claro, en una alianza práctica con separatistas y rupturistas. Era una bomba de relojería que ahora ha estallado.
La legislatura estará marcada por plebiscitos sobre los pilares del sistema: la monarquía y la unidad de España
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