Opinión
El último cartucho de Trump, por José Antonio Gurpegui
El todavía presidente puede causar un destrozo de consideración entre las filas del partido republicano
El 11 de julio de 1804 dos relevantes políticos norteamericanos, Aaron Burr, tercer vicepresidente de los Estados Unidos durante la presidencia de Thomas Jefferson, y Alexander Hamilton, destacado «padre fundador» y figura destacada en la redacción de la constitución del país, se batían en duelo por una «cuestión de honor» a consecuencia de unos resultados electorales en el Estado de Nueva York. Hamilton fue mortalmente herido y la carrera de Burr hacia la presidencia quedó truncada. En las presidenciales de 1876 se enfrentaron el republicano Rutherford B. Hayes y el demócrata Samuel J. Tilden. Tilden ganó el voto popular por 3 puntos de diferencia y también los votos electorales (184/165), pero una impugnación relativa a los resultados en 4 estados se dirimió en el Congreso de la nación, que acordó conceder los 20 votos electorales en disputa al republicano. El «Compromiso de 1877», como fue conocido el pacto entre los dos partidos, tenía como contraprestación la retirada de las tropas federales estacionadas en el Sur desde el final de guerra. Otra consecuencia fue la «Ley de recuento electoral de 1877», todavía en vigor, que confería a los estados y no al Congreso como ocurría en ese momento, la potestad de decidir el vencedor en las contiendas electorales. El nuevo presidente electo, popularmente conocido como Rutherfraude Hayes, no revalidó mandato en las siguientes elecciones.
Los acontecimientos del pasado 6 de enero en el Capitolio de Washington se encuentran cuando menos a la altura de los históricos acontecimientos narrados. Para la historia quedan imágenes de altivos trogloditas, lanza en ristre, asaltando el Santa Sanctorum del legislativo norteamericano. Como los aviones yihadistas, también formará parte del imaginario colectivo norteamericano la secuencia de la manifestante intentando superar una barricada dentro del congreso y abatida de un disparo, mientras sus acompañantes parecen especialmente interesados por inmortalizar la tragedia en sus teléfonos móviles. Unas imágenes, en definitiva, más propias de cualquier república ex soviética o remoto y desconocido país tercermundista que de la democracia más consolidada y antigua del orbe civilizado y referente de las constituciones occidentales que rigen en buena parte de las naciones más avanzadas.
¿Cómo se pudo llegar a tal despropósito, a tal caos, a tal locura? Focalizar la responsabilidad en las irresponsables palabras del propio presidente cuando poco antes había arengado a sus más enfebrecidos seguidores a «caminar hasta el congreso» y ser «fuertes y valerosos» resulta, cuando menos, un ejercicio de reduccionismo analítico. Los cuatro años de presidencia Trumpista han supuesto un continuo despropósito, consentido cuando no auspiciado, por estamentos políticos, mediáticos, culturales, sociales… y al mismo tiempo son consecuencia de un proceso histórico que interesa legislaturas anteriores. El asalto al Capitolio, el intento de revertir unos resultados electorales, la esencia misma de la democracia, ha sido el último dislate propiciado por un presidente que se ha visto a sí mismo más como ungido mesías que como presidente de la nación más poderosa del mundo. Es algo innato en los adanistas populistas, y los hay de toda índole y en todas las naciones, que se creen por encima del bien y el mal, por encima de la ley. Incluso su propio vicepresidente, a quien llegó a acusar de cobardía, debió recordarle que la Constitución está por encima de las voluntades y deseos personales.
¿Ha sido este el último cartucho que quedaba en la bandolera de Trump? Las consecuencias que de la vandálica actuación puedan derivarse resultan imposibles de determinar ante la inmediatez de los acontecimientos. El todavía presidente puede causar un destrozo de consideración entre las filas del partido republicano. Confundir su empecinamiento con la voluntad de los 73.000.000 de votos republicanos que obtuvo resulta tan desatinado como equívoco. Sin embargo, negar su popularidad e incuestionable adhesión de sus más fanáticos seguidores, que no son pocos, también supone una incuestionable equivocación. El partido republicano se enfrenta a uno de los momentos más delicados de su historia y corre el peligro de entrar en una deriva similar a la del Partido Whig, poco antes de la Guerra de Secesión, que llegó a contar con 4 presidentes y del que surgió el propio Partido Republicano. La biografía de Donald Trump muestra de forma clara y precisa su obstinación en negar la realidad ante las variopintas contrariedades que le han sacudido tanto en su vida privada como empresarial y, a los hechos me remito, lo mismo se puede decir en lo referente a su carrera política.
En estos momentos de reflexión en las filas republicanas –aunque particularmente nunca lo he considerado un genuino republicano–, parece haber llegado a su fin. Destacadas figuras republicanas, desde el otrora candidato presidencial Mitt Romney hasta el líder republicano en el congreso Mitch McConnell, se han posicionado en una clara oposición al testarudo presidente. Pero en la referida biografía también observamos que Donald Trump se crece ante las adversidades y como el mítico Campeador es capaz de ganar batallas después de muerto.
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