Vida cotidiana

El mundo feliz de Instagram

La utopía hoy es un perfil de Instagram. Ese plató donde hasta Lenin sonríe a la cámara

La felicidad de nuestros días ya no descansa en esa máxima de tarjeta que dice: «Para ser feliz es más importante lo que tú pienses de ti mismo que lo que opinen de ti los demás». Séneca viviría como un sabio entre los romanos, pero hoy no pasaría de ser considerado un aguafiestas. Su pensamiento representa justo lo opuesto de lo que significan las redes sociales, ese «no lugar» donde lo sustancial es la imagen que se proyecta y no el peso de la conciencia. Quizá porque la conciencia ha pasado a ser un artículo aburrido, como las sudaderas de E.T. y el cubo de Rubik, y está algo demodé. Quizá, también, porque la conciencia ha dejado de ser un territorio de las merindades más privadas y ha pasado a ser más pública y comunal, como las plazas y las citas a ciegas, que ahora ven hasta los invidentes gracias a Cuatro.

En la fotografía latía el impulso de reflejar la realidad, pero Instagram insiste en retratarnos una panorámica de felicidad que tiene un difícil maridaje con el entorno vecinal. Cualquiera que se asome por la red social descubrirá un mundo donde la pandemia todavía no ha llegado y, por lo que uno vislumbra, ni se la espera. Aquí la peña aún disfruta de unas existencias afiebradas de emociones y plenitudes. Parece como si sus vidas discurrieran por un viaje de fin de curso. Si uno se ciñera a lo que percibe por esos perfiles se dudaría de que el mundo estuviera acuartelado por un virus. Esto de Instagram comienza a ser como el mito de la caverna de Platón, una gruta repleta de sombras, pero de escasa correlación con la realidad. Es la confirmación de que en nuestras sociedades las imágenes han dejado de ser narradores de verdades, como el Don McCullin de Vietnam, para derivar en hábiles arquitecturas para erigir mentiras. Lo malo es cuando bajas a la farmacia y ves comprando mascarillas FFP2 al mismo vecino que hace menos de un minuto veías por el Instagram disfrutando de una playa en Jamaica.

Un fulano al que conocí quedó devastado cuando lo abandonó su novia. Cuanto más triste y hundido se sentía, más feliz aparecía en Instagram. Más que perder una novia daba la impresión de que le habían salido cinco más. Resultaba patético. Esto me hizo pensar que el hombre ya no es un animal dividido entre el instinto y lo racional, sino escindido entre lo que desea y lo que vive. La gente quiere un mundo feliz, en plan Huxley. Un país donde el dolor no tenga presencia y, si lo hace, se cure con un pelotazo de paracetamol o ibuprofeno. Y si no se consigue esa felicidad, uno se la inventa con cuatro momentazos chulos que subir a cualquier red. La utopía hoy es un perfil de Instagram. Ese plató donde hasta Lenin sonríe a la cámara.