Historia medieval
El hombre que persigue al sol
Esta tarde tengo una cita importante. Siento escalofríos solo de pensarlo. A las cinco en punto, cuando los niños salgan del colegio, tendré la mirada clavada en un capitel de novecientos años. Alcanzar la iglesia que lo cobija ha sido heroico. Las carreteras que llevan hasta aquí están afectadas por los cierres perimetrales que buscan contener la pandemia. Por suerte, en mi bolsillo descansa un salvoconducto que recuerda las penurias de Miguel Strogoff cuando trataba de impedir la invasión tártara de Siberia. El suyo lo firmaba el zar de Rusia. El mío, mutatis mutandis, un productor de televisión.
La iglesia del capitel no es el primer alto de esta escapada. Llevo días transitando por un Camino de Santiago irreconocible. Albergues, ermitas, fuentes y senderos están despoblados. Es un momento único para rodar. El golpeteo de mis botas resuena por calles de piedra en las que no se oye ni un alma. El silencio en Somport, Jaca, Estella o Puente la Reina estremece. San Juan de Ortega, en Burgos, no es diferente. Otros años, llegado este día, los alrededores del santuario se pueblan de curiosos que desean ver uno de los pocos milagros a fecha fija que atesora la cristiandad. A diferencia de las sospechosas licuefacciones de las sangres de San Genaro o de San Pantaleón, el que espero es un prodigio indubitable. Cada año, en los equinoccios de primavera y otoño, la luz del Sol atraviesa un óculo en el muro oeste que va a estrellarse contra un capitel de la nave de la epístola que representa al arcángel Gabriel anunciando a la Virgen que pronto va ser madre. Es una María románica, con los ojos muy abiertos, que extiende sus palmas para recibir el rayo fecundador. Y lo recibe. Es el del primer Sol de primavera. Sus manos se iluminarán durante ocho minutos mientras su rostro amagará su sonrisa de Gioconda.
«Ella ya lo sabe», pienso cada vez que me acerco a verla.
Hace siglos que los peregrinos se detienen como yo a admirar el prodigio. Los cálculos de los artesanos que lo esculpieron buscaban que el fiel dedujera allí mismo algo trascendental: si hoy la Virgen queda grávida, dentro de nueve meses, llegado el solsticio de invierno, parirá a su Hijo. Pura matemática en piedra. Matemática religiosa. El asolado del capitel de San Juan de Ortega forma parte, pues, de un programa iconográfico «secreto». Uno que, curiosamente, ninguna cabeza moderna supo interpretar hasta 1974. Los avatares históricos, las desamortizaciones y la pérdida de la mirada simbólica de nuestra civilización hizo que se desaprovechara su recuerdo. Pero aquel año dos peregrinos vascos, Juan Pedro Morín y Jaime Cobreros, se distrajeron cerca del ábside y se percataron de que el emplazamiento de la Anunciación no era casual: formaba parte de un calendario que no se había desfasado en casi diez siglos. El párroco, don Miguel Alonso, dio la voz de alerta y enseguida el fenómeno se convirtió en uno de los mayores atractivos de la Ruta Jacobea.
Yo lo vi por primera vez en 2003. Había presenciado «iluminaciones» parecidas en ruinas de Egipto, Perú y México, en solsticios y equinoccios paganos, pero la de San Juan de Ortega fue la que me convirtió en un decidido perseguidor de los milagros solares. Su perfecta simpleza me cautivó. Y es que ese «milagro de la luz» da pleno sentido a otra leyenda del recinto. En 1477 la reina Isabel la Católica lo visitó. Había oído que el varón que daba nombre al santuario intercedía ante Dios para que las mujeres que buscaban un hijo lo consiguieran. Y la soberana, necesitada de uno que heredara el reino, se arrimó al sepulcro de Juan de Quintanaortuño y pidió al abad que se lo abriese. La leyenda dice que justo al destapar el cofre salió de él una nube de abejas. Su guía le explicó que aquellas eran las almas de los no nacidos que esperaban a encarnarse y que quizá una se iría pronto con ella. Al año siguiente Isabel dio a luz un hijo… al que, por supuesto, llamó Juan. Y aunque no hay documento ni crónica que lo demuestre, es probable que la fama que atrajo a la reina estuviera más que vinculada al milagro solar sobre el capitel; un milagro de fertilidad divina, en suma.
Pero no es este el único pueblo burgalés en el que hoy puede contemplarse algo así. A solo media hora de San Juan de Ortega, en la iglesia de San Martín de Briviesca, otra Anunciación –esta vez renacentista y tallada sobre el púlpito– recibe también su rayo de luz equinoccial cada 22 de marzo. Allí sucede a eso de las dos de la tarde. El fenómeno se descubrió durante el pasado «estado de alarma», a iglesia vacía, cuando Julián Galerón, su párroco, se dio cuenta del oportuno asolado de la escena. No hay en Briviesca, al menos que yo sepa, ningún fervor especial por la maternidad, aunque no nos vendría mal. No escondo que llego a estos lares abrumado por el peso de las últimas cifras de natalidad en España: los alumbramientos en nuestro país han regresado a niveles del siglo XVII. Diciembre fue el mes con menos partos desde que hay registros. Por eso esta tarde, cuando el Sol decline y empiece a dorar la piedra labrada que he venido a admirar, me acordaré del santo. Quién sabe. A lo mejor la petición de un descreído como yo le anima a enmendar la situación demográfica del país. Eso sí sería todo un milagro.
A Isabel la Católica le funcionó. O eso susurran en el Camino.
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