Semana Santa
¿Celebramos lo que hay que celebrar?
Mucho antes de que naciera Jesús, Osiris ya se alumbraba, moría y volvía a nacer en el Antiguo Egipto. Él era el dios de las cosechas.
Hoy es Lunes de Pascua. Si fuéramos una civilización consecuente con nuestras raíces cristianas, esta jornada debería –con pandemia y todo– ser una de las más felices del año. A fin de cuentas es el día después del Domingo de Resurrección, la efeméride que nos recuerda que hubo un humano de hace dos mil años que, en virtud a un mecanismo inescrutable, logró regresar de entre los muertos. Pero no es el caso. El mundo moderno vive ajeno a estas zarandajas. Nuestras fiestas son más de borrachera que de júbilo profundo. Hoy, por tanto, estamos condenados a transitar un lunes más. La esperanza en nuestra victoria sobre la muerte no se celebrará. Incluso los que tienen fe olvidarán ese gozo. Algunos, como mucho, lamentarán no haber procesionado junto a imágenes que recuerdan la Pasión y la muerte de Jesús, aferrándose al consuelo de que tal vez el año que viene el virus les dará una tregua para regar de incienso templos y calles. Muy pocos, me temo, serán los que lamenten de veras haberse perdido el Domingo de Resurrección y lo que significa.
Piénselo por un segundo. ¿Por qué son más multitudinarias las celebraciones del Jueves o Viernes Santo que las del Domingo de Pascua? ¿Será acaso porque las primeras simbolizan para el creyente moderno lo indubitable (el dolor, la muerte), mientras que la Resurrección es –pese a la certeza que debería darle su fe– apenas una esperanza?
Quizá sea un (mal) signo de nuestros tiempos. La semana pasada, subiendo a Finisterre durante un rodaje para la televisión con mi primer editor, Sebastián Vázquez, me detuve frente a una discreta tapia junto a la iglesia de Santa María das Áreas. «Fíjate bien», me dijo señalando aquella estructura insípida clavada en un risco. «Pretende ser una copia del Santo Sepulcro», me dijo. «Cada Semana Santa se recrea aquí, con actores, la Resurrección de Jesús». Lo miré extrañado. Conocía las «pasiones vivientes» que se escenifican en muchos lugares de España, como en Covarrubias, Oliva de la Frontera, Castro Urdiales o Balmaseda, pero lo último que podía imaginarme es que en la Costa da Morte se celebrara algo así. «Cada año por estas fechas esa covacha se convierte en el epicentro sagrado de la región. La gente viene aquí a ver resucitar a Jesús y a reírse con Él de la muerte». Su apunte me hizo recordar otra cosa: hasta mediados del siglo pasado no fue infrecuente en la entonces aislada Galicia rural que el Domingo de Pascua se terminaran las misas entre las risotadas del clero y de los fieles. Para lograrlas no se escatimaba en burlas desde el púlpito, chistes verdes o incluso gestos que en cualquier otro momento del año resultarían blasfemos. Era una interpretación sui generis del salmo 117 que proclamaba «este es el día en que actuó el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo». Su origen había que buscarlo en la Centroeuropa anterior a Erasmo de Rotterdam. En aquel entonces –quizá influidos por el eco cada vez más débil de los ritos paganos– se asimilaba la alegría al despertar de la primavera. A un regalo de los viejos dioses.
Poco queda ya de esa costumbre conocida como risus paschalis. El humanismo y la Reforma reprimieron semejantes celebraciones en las iglesias, provocando un efecto secundario imprevisto: la pérdida de color del día litúrgico más importante del año. Quizá sea ahí –en la contención de la alegría– donde haya que buscar la raíz de nuestra contemporánea predilección por encomiar más la muerte que la resurrección. Más lo malo que lo bueno.
Por desgracia, esta subversión de lo que celebramos no se limita solo a la fe. Aunque parezca raro, la invisibilidad pascual me recuerda a las celebraciones de la díada en Cataluña. Todavía no termino de entender por qué allí se ha consagrado la memoria del 11 de septiembre de 1714, cuando Barcelona cayó ante los ejércitos del duque de Berwick durante la Guerra de Sucesión. Aquella fue una jornada aciaga para los defensores de la autonomía de Cataluña. Se abolieron sus instituciones, se promulgaron los Derechos de Nueva Planta y, sin embargo, en un acto que tiene algo de masoquista, de gusto por lo lacerante, hoy se abandera como efeméride. Y no son los únicos. Hay más ejemplos. Es como si una parte de nuestra humanidad prefiriera instalarse en el dolor en vez de en la esperanza. ¿No es absurdo?
Cada primavera le doy vueltas a este asunto. Lo lógico, lo natural, sería que todos celebráramos la resurrección de un modo u otro. Y no me refiero a la resurrección en el sentido cristiano del término. A diferencia de las civilizaciones que nos precedieron, ya casi nadie se da cuenta de que en la Naturaleza todo sigue un proceso cíclico abocado a ésta. Todo nace, muere y revive siguiendo una flecha del tiempo circular. Los mayas, entre otros, concebían un universo que se movía gracias a «ruedas de tiempo» que retornaban una y otra vez a su punto de partida marcando el inicio de cada una de sus Eras. Incluso el mundo cristiano contó con esa clase de «ruedas», más discretas, que marcaban con el santoral los días de siembra, matanza y cosecha, recordándonos desde los pórticos de los viejos templos el gran ciclo de la vida. Todo, pues, tiende a resucitar. Celebrarla no es, por tanto, una idea nueva. Ni cristiana. Mucho antes de que naciera Jesús, Osiris ya se alumbraba, moría y volvía a nacer en el Antiguo Egipto. Él era el dios de las cosechas. Aquel al que se representaba como simiente y se lo representaba a veces enterrado y germinando en forma de trigo. Comprenderlo debería hacernos sonreír, cuando no reír de alegría como en las olvidadas ceremonias del risus paschalis.
La cuestión es, ¿por qué no lo hacemos?
Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela.
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