Opinión

Por qué hay que ir mañana a Las Ventas

Los banderilleros en las colas del hambre porque el Ministerio les negó la ayuda. La pandemia era la coartada perfecta para matar a los toreros

En la serie de Jaime Armiñán, Juncal le dijo a su hijo recién herido por un toro que después de la cornada, el torero debía volver al mismo sitio con el mismo traje, no fuera a pensar la gente que la sangre valiente se le había ido por el agujero. Nosotros tenemos que volver a Las Ventas mañana al festival benéfico de la Comunidad de Madrid con el aforo al 25% y el corazón hecho unos zorros. Hay que volver, porque hay que levantarse, y regresar a los tendidos que bombardeó la suerte, a relatar que allí se ponía mengano y allí falta fulano sobre la piedra inmisericorde en la que se sentarán 6.000 aficionados y no sé cuántos fantasmas.

Hay que pasar delante de la pared de la escalera junto a la Puerta de Arrastre donde Matías ponía el puestecillo de libros taurinos y te pasaba las ediciones de bolsillo del «Belmonte» de Chaves Nogales como papelinas de una droga prohibida por la bienpensancia y la empatía por decreto. Tenemos que bajar después de comer por el tobogán del vértigo de la cuesta abajo de la Calle Alcalá tan ancha, tan fresca y tan recta, y llegar al Champ de Mars de la explanada de la plaza: nietos y abuelos, parpusas, claveles, japoneses, puestos de pipas, botellitas de agua fría, reventas que ofrecen barreras con la boca torcida y nudos en la garganta.

Tenemos que ponerle un ramo de flores al busto de Fleming sobre el que alguien escribió a spray: «asesino». Tenemos que entrar a la oscuridad del patio de cuadrillas donde Limonov recordó cuando fue a la guerra por placer. Tenemos que sentir el frío del miedo y la vida cuando pasa como una navaja de cuchilla. Hay que ver a los de luces ceñirse el capote de paseo y pensar en cuando Antonio Jiménez, -enfermero aficionado- se ponía el EPI para entrar en la UCI del Hospital Puerta de Hierro y en realidad se estaba vistiendo de torero. Jugarse la vida era otra cosa.

Los toros seguían allí dentro de su cabeza y de la mía, pero no podíamos ir. Algunos paseábamos al perro por la ciudad desierta como si cruzáramos un ruedo imaginario y sonara «Pan y toros» interpretado por la banda de la plaza de Madrid, siempre tan breve y tan solitaria en la inmensidad venteña que suena perdida y heroica como un ejército tras las líneas del enemigo. En alguna parte seguía toreando Urdiales frente al Ocho el día en que lloró Madrid. Llorar también era otra cosa.

De modo que vamos a volver a Las Ventas después de todo este tiempo de ausencias y de medio metro de nieve sobre el ruedo cuando lo de Filomena. El festejo de mañana supone un acto de suprema resistencia. Me acuerdo de cuando andaban los animales salvajes por las aceras y aquello que se decía de que «la vida se abre paso» -al fin-, como si los riders no fueran la vida, no te digo ya los picadores de toros.

Cuánta celebración merecía la pandemia sin paseíllos. Al fin y al cabo, solo se iban los abuelos que la muerte acostaba sobre el suelo del Palacio de Hielo, pero los toros seguirían con vida, se jactaban. Morían de tristeza las ganaderías y esperaban los banderilleros en las colas del hambre porque el Ministerio de Trabajo les negó la ayuda que les correspondía. La pandemia era la coartada perfecta para matar de inanición a los dichosos toreros, acabar con la tauromaquia con el silenciador del virus y plantar el foodtruck vegano en el laberinto de Creta. Pretendían ejercer la censura perfecta.

Recuerdo Madrid en silencio y la plaza con las banderas acostadas sobre los mástiles. En aquella escandalera de coches de muertos derrapando aún se escuchaba el jolgorio de celebrar la buena suerte de que el mundo se acabara, pues así se acabaría también la fiesta de los toros. Se equivocaron y por eso tenemos que ir a Las Ventas mañana a ver torear y a llevar la contraria, a certificar que estamos de nuevo sentados en la piedra de la eternidad, sacudidos, insultados, decididos, toreros, presentes, sonrientes, libres y orgullosamente humanos.