Volcán
De pronto, una isla
Dicen que La Palma es joven, pues solo tiene 800.000 años. Está dando el estirón
De la magnitud del cataclismo del volcán de La Palma da medida que un día el mar estaba allí y, al día siguiente, ya no estaba. Para la gente que vive al borde del mar, el mismo borde del mar constituye una coordenada del todo fiable que marca dónde están las cosas. El límite del océano solo muta por efecto la marea, que lo devuelve a donde estaba en exactamente doce horas. Uno tiene en esa línea una referencia inmutable.
Esa constancia es algo de lo que la gente del mar se jacta pues, cuando el hombre le gana terreno al océano en forma de carretera o de playa inventada y un tiempo después un temporal se come esa parte, el hombre que vive en la costa celebra que el mar se ha llevado lo suyo y siente que se ha hecho una justicia heredada de los mayores de sus mayores. En la memoria del pueblo queda perfectamente grabado el día en el que el mar se llevó esto o aquello, pues hablamos de momentos en los que lo extraordinario se hace presente por medio del mar y esto toca fibras muy profundas de la memoria compartida. Los pueblos que ganan espacio al mar por medio de la ingeniería son pueblos extraños y mostrencos construidos sobre una deuda y en los que vive gente en el pecado de la vanidad mariner. Yo mismo recuerdo cuándo el mar se comió la carretera del Paseo Nuevo de Donosti y se abrió un socavón que mirábamos con los ojos sobrecogidos con que se mira algo terrible y a la vez fantástico. Sí, eso es: yo miraba el agujero del Paseo Nuevo como si mirara un volcán.
Para el marino, la prolongación omnímoda del dios supremo es el mar, porque digo que al mar nunca se le gana. A veces, en verano, se deja meter mano por los niños de cubo y pala, cuando las modernas de tierra adentro se tiran selfies en las cubiertas y el hostelero desafía su Ley al construir el bar de la playa. Pero siempre llega el día en se lleva el asfalto y el cemento, revienta las lunas de la discoteca, aterroriza al niño sacudiéndolo entre sus espumas, arranca el velero de su fondeo y lo escupe sobre la playa echado sobre un costado, muerto y sin sentido. Porque el mar no toma rehenes, el mar no pierde, el mar no regala.
Con el paso de los siglos, la orilla se mueve, cosa que parece mentira. Un día, el niño se afana en buscar conchas en la playa y a la semana siguiente durante la excursión del colegio, encuentra un fósil de un alga en unas piedras en lo alto de un monte y solo entonces comprende que el tiempo todo lo modifica. Se entera abruptamente que el agua del muelle en el que esa tarde pesca un cubo de mojarritas junto a su padre, hace miles de años cubría aquel pico de la montaña y solo entonces aprehende las leyes del tiempo y el espacio.
Cuentan los vulcanólogos –esos estoicos con escafandra– que el volcán hace lo normal y uno constata las extraordinarias magnitudes de lo normal. Sí que fue gordo lo del volcán de la Palma para que estuviera el mar allí un día y, al día siguiente, estuviera medio kilómetro más para allá. Dicen que La Palma es joven, pues solo tiene 800.000 años. Está dando el estirón. Entre el desastre de casas sepultadas, de noche ha parido una península. Sobre esa piedra que hoy echa humos sulfurosos, mañana se prometerán amor los novios, mirarán al horizonte los malos poetas y alguien abrirá un restaurante con menú del día. Pensaremos, de nuevo, que todo es para siempre.
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