España

La monja vieja

La muchacha no sabía si la loca era ella o la monja vieja

Imponía, desde luego. Disciplina, formalidad, filas perfectas, uniformes impecables. La madre tenía sonrisa franca y mirada recta, pero una barbilla francamente determinada y la frente despejada, de mujer fuerte. Había nacido en Soria, en una familia grande, que peleaba duro, a lo mejor era por eso. La niña temblaba. Porque habían sido horas y horas desaparecida, de buscarla muchos y hasta toda una noche en blanco. Con los padres de las demás alumnas recorriendo los barrios y urbanizaciones, llamándola por su nombre. Escapada, un escándalo. Una historia de amor adolescente que se aclaró a la mañana siguiente. Se llevó la bronca del padre, las lágrimas de su madre y las miradas y codazos de las estrechas. Lo que verdaderamente le imponía, sin embargo, lo que le atenazaba el corazón hasta agazapárselo en el regazo, era la monja vieja. Se le aparecían los labios apretados, los ojos fijos tras las gafas. En su despacho de dirección le esperaba la religiosa y ella sintió las piernas flaqueando. Tiró de soberbia entonces y se enderezó desafiante. La altanería le había ahorrado muchas veces la humillación. «Pasa y siéntate hija, qué alegría». La sonrisa franca. Le pareció que no entendía a la monja vieja. Tal vez por la edad no vocalizaba bien. «Ya tenía ganas de verte, estupendo». Alegría, estupendo, no eran palabras con lógica. Ocultaban un sarcasmo cruel, que laceraba aún más que el peor desprecio. Levantó la barbilla: «¿Qué quiere decir, madre?». «Hija mía, estoy harta de medias tintas y remilgos hipócritas. De tibias. Yo me digo: ¡si hay que pecar, pues se peca hasta el fondo! En la vida hay que pensar grande, no puede uno andarse con ridiculeces». Hubo un silencio al otro lado, el del desconcierto. La monja no sonreía. «Llevo años recuperando chicas que se escapan y regresan enseguida, cabizbajas. Que no, hombre, que no. ¡Que ya que una mete la pata, mejor ir hasta el fondo, hombre, que la vida no se vive a medias!». La muchacha no sabía si la loca era ella o la monja vieja. «Vas a usar mi despacho, a partir de ahora». «¿Su despacho?» «Me han dicho que andas floja con los estudios y yo me digo: es que ésta necesita hacer las cosas a lo grande. Que estoy orgullosa de ti. Te vienes por las tardes y siempre que quieras y estudias aquí, como si esto fuese tuyo». Del rostro de la niña había desaparecido toda altivez, cualquier defensa.

La madre murió el año pasado, un dos de abril. El colegio es bien conocido en Madrid. La historia es más o menos ésta. Ah, la chica estudió Ciencias Exactas.