Madrid

Elogio de la ciudad hostil

En Madrid la gente no se mata porque no le da tiempo

Han dicho de Madrid tantas cosas. Que era ultraliberal, loca, ligera de cascos y contagiosa bomba vírica. Ahora se han publicado artículos con la queja de que Madrid es una ciudad hostil porque no se encuentra mesa en los restaurantes. Están los bares llenos de gente, reprochan. ¡De gente humana! Cuánto mejor aquella ciudad desierta de la pandemia, capital del silencio; uno podía echarse la siesta tumbado en los carriles de aceleración de la M40 sin temor a que le atropellaran. Unas semanas antes de que naciera Javier, acudimos Elena y yo al hospital, y la Plaza de Castilla –parpadeo naranja de un semáforo, aceras vacías, edificios abandonados, ambulancias lejanas– tenía un punto tremendo y casi arqueológico. Conducíamos por los vestigios de nosotros mismos y así sentimos el vértigo de pensar si Elena daría a luz al último hombre de la Tierra. Desde aquel día, brindo por los atascos, las aglomeraciones y la circulación lenta.

Suben los precios más que en 1992. Pronto saldrá más barato pedirse un cubata que un litro de Diesel, pero el ministro de Consumo anda presentando un libro con la receta de la crema de calabacines, otros platos sin carnes rojas, ensalada de kale y ramen casero. Están los agricultores y ganaderos que fuman en pipa pero desde la A6, ni se les oye. Pronto saldrá alguien a anunciar un recetario para comerse los mocos. Yo quería hablar de Madrid donde se dan este tipo de disociaciones, por la cual se conviene que allí no se puede vivir al tiempo que todo el mundo se va a vivir allí. Lo mismo pasa con la presidenta –ejemplo cristalino del efecto de la madrileñofobia–, que debe ser el demonio y todo el mundo la vota. La gente de toda España se muda a Madrid desde todas las regiones en lo que parece un caso de masoquismo de libro.

Corre por la ciudad la idea del suicidio y esa imagen de la capital como sitio donde ejecutivos se vuelan la tapa de los sesos en habitaciones de hotel después de una noche con la amante. Se diría que detrás de cada esquina uno se va a encontrar con el acueducto de las Vistillas para saltar al vacío, pero las cifras dicen que es la comunidad autónoma con menos suicidios por millón de habitantes, la mitad que en Asturias. Javier Caraballo me apunta socarrón que en Madrid la gente no se mata porque no le da tiempo.

Siendo justos, hay gente tan sensible y concienciada que le entra la ecoansiedad mirando los patos de El Retiro –qué no se enteren de que Poli Díaz robó uno para llevarlo a casa por Nochevieja–, y le dan ganas de quitarse la vida si no encuentra mesa en su restaurante. Dirá Irene Montero que las terrazas de Madrid de bote en bote son violencia, si es que no lo ha dicho ya. Bien pensado, alguien tenía que plantearse qué hacía la gente saliendo por ahí. Cómo va uno a estar en un bar pudiendo estar en casa clasificando basura, cocinando una crema de calabacines según el libro de recetas del ministro de Consumo, leyendo a algún autor kazajo cuya prosa pone el foco en la interseccionalidad de género postcolonialista, poniendo lavadoras a las tres de la mañana, tomando una ducha fría por los casquetes polares y haciendo el amor con la luz apagada en posturas aprobadas por los estudios de igualdad de las vestales de Montero. Para qué acudir a los bares de Madrid pudiendo quedarnos en casa haciéndonos cruces por seguir en este mundo. Vivir es una desfachatez.