Cuartel emocional
Todo sobre mi padre
El otro día Televisión Española emitió un programa sobre Carlos Falcó, Marqués de Griñón, que pretendía ser un homenaje a quien fue un importante y vanguardista viticultor, pero su hija Tamara lo ensombreció. El documental podría haberse titulado “Todo sobre mi padre”, pero resultó ser más “Todo sobre Tamara” que otra cosa. En fin, yo como amiga, colaboré en lo que pude pero tuve la sensación de saber más sobre él y de contar más anécdotas que su propia ex mujer, Isabel Preysler, que su hija Tammy y, por supuesto, que el duque de Alba, el sumiller de Can Roca, los del Río y García Page, que no sé muy bien qué pintaban en el documental. Mis vivencias con Carlos fueron muchas a lo largo de más de treinta años de amistad, y fue bastante penoso que los guionistas únicamente se centrasen en las Preysler madre e hija, porque Janine Girod y Fátima de la Cierva contaron mucho en su vida, sobre todo esta última ya que con ella tuvo la relación más duradera: más de veinte años y dos hijos. Lo que pasa es que ha sido la menos mediática de sus consortes. Vivió en un permanente low profile, al igual que sus hijos Duarte y Aldara, su hija más pequeña, un verdadero genio de los estudios, con unas carreras brillantísimas. Pero la vida o, más bien, la sociedad es así de frívola y lo que interesa es el brillo y el oropel, que es lo que genera el dinerito fácil del que viven las que se hacen un hueco importante en el famoseo patrio.
Los dos hijos mayores, Manolo y Xandra, aparecieron fugazmente en alguna imagen. ¡Menos mal!, porque realmente daba la sensación de que sólo había una hija y una mujer, la segunda, que no sabían decir más cosa que era un gran señor, cosa que no deja de ser cierta, pero también, en sus ochenta y tres años de vida se supone que hay más temas que añadir. Dejémoslo ahí y, sobre todo, dejémoslo descansar que demasiados avatares padeció y también disfrutó, que de todo hubo a lo largo de su nada corta existencia, como para seguir agitándolo.
En otro orden de cosas no me gustaría dejar de mencionar a Sylvia Polakov, fotógrafa que dejó plasmadas importantes imágenes de mi vida, que protagonizó toda una época retratando el glamour de los setenta, los ochenta y hasta los noventa. Luego ya nos vimos sumergidos en un horterismo infecto del que ni hemos salido ni nos sacará siquiera el mismísimo espectro de Coco Chanel. Precisamente con los más bonitos modelos de la Rue Cambon me fotografiaba en mi casa de Iria, en el campo o donde fuere, sacando de mí las mejores expresiones, los mejores gestos. Era una maga de la cámara y de la mala leche. La primera vez me instó por teléfono, y de malas maneras, a que no tuviese legañas ni restos de rimmel del día anterior, porque nuestra sesión de fotos sería por la mañana temprano. Me quedé perpleja, pero no dije nada. Al final de aquel día gallego que nunca volveremos a repetir, en la cocina, en la mesa de madera que había en la lareira, le puse unas ostras, una tortilla de patatas y una botella de vino blanco para resarcirnos de tantas horas de trabajo impecable. Descansa en paz, vieja amiga.
CODA. Hoy he dedicado estas líneas a dos amigos muertos. Ya sé que en el mundo de los vivos hay muchos de quien hablar, pero entre el frío y la pena, sinceramente, no tengo ganas. Ustedes sabrán disculparme.
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