Catolicismo

Apremia creer

El olvido de Dios, en efecto, quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma valores éticos

Hace unos días me hacían una entrevista y me preguntaban sobre cuál era, a mi entender, el problema o cuestión principal, hoy, ante todo lo que está cayendo. Y le respondía con el título de este artículo. El problema central del momento que atravesamos, es el de la fe, creer o no creer. Y esta respuesta no es ni un “álibi” ni una alienación; sino lo más realista, comprometido y comprometedor que puedo responder. Es la cuestión principal que apremia del año que pasó: a) con la crisis sanitaria tan grande que estamos sufriendo por la pandemia y la incapacidad manifiesta y culpable para hacerle frente por parte de casi todos, de los que rigen los destinos del pueblo, pero también de la sociedad por su insuficiente responsabilidad para cerrar puertas a contagios posibles; b) con la crisis social y económica tan brutal en la que nos hallamos inmersos, agravada por la insensibilidad social palpable para aplicar soluciones económicas, sociales y humanas, adecuadas ante ella; c) con la crisis cultural tan honda que nos corroe con errores y equivocaciones en educación y en medidas culturales que difunden la falta de la verdad, el relativismo moral y gnoseológico, el ataque a la vida- ahí tenemos más de 50 casos de eutanasia en los primeros meses de aplicación de la ley - y la familia y la difusión de una cultura de muerte y del odio, o de ideologías perniciosas, y en la crisis cultural habría que sumar o añadir la responsabilidad o irresponsabilidad de medios de comunicación social y otros factores; d) con la crisis política que nos domina, originada tal vez porque se piensa demasiado en, sí para sí y sus intereses particulares y partidistas ideológicos y se está socavando la democracia, sus cimientos y la libertad, con máximo riesgo político de futuro para una paz estable, sustituyéndola por un sistema autocrático, dogmático, desconcertador, de máximo riesgo, y destruyendo la sociedad de la concordia y de la convivencia; y e) con una honda crisis espiritual, que se suma a las anteriores, a la que ni la Iglesia Católica, ni las confesiones cristianas o las tradiciones religiosas tal vez no le estamos dando respuestas pertinentes, y es la crisis, sin embargo, más honda y subyacente, en buena medida, a las anteriores; porque el problema principal que hoy aqueja a la humanidad entera, por supuesto a España, sigue siendo el olvido práctico de Dios, la negación de Dios, vivir de espaldas a Dios, vivir como si no existiera; esto es lo más grave, con mucho que nos está sucediendo ahora; además, el sentido laicista que domina favorece dicho olvido de Dios. Sin embargo, Dios es el único asunto central y definitivo para el hombre y para la sociedad. Por eso, ya el Papa San Pablo VI, con Henri de Lubac, definió el ateísmo como el drama y el problema más grave de nuestro tiempo. Sin duda alguna, lo es. El silencio de Dios o el abandono de Dios es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos de indigencia en Occidente. No hay otro que pueda comparársele en radicalidad y en lo vasto de sus consecuencias deshumanizadoras. Ni siquiera la pérdida del sentido moral, porque conlleva la destrucción del hombre. Por todas partes y en muchas realidades de hoy Dios es el gran ausente, en apariencia, aunque su presencia sea muy manifiesta y anhelada por el corazón del hombre, pues se vive también hoy, como diría san Pablo, una expectación por el alumbramiento de una humanidad nueva. Recuerdo que el Papa San Juan Pablo II en el transcurso de su penúltimo viaje a España, concretamente en Huelva dijo: “el hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores morales que son base y fundamento de la convivencia humana, para todas las esferas de la vida”.

El olvido de Dios, en efecto, quiebra interiormente el verdadero sentido del hombre, altera en su raíz la interpretación de la vida humana y debilita y deforma valores éticos. Una sociedad sin fe es más pobre y angosta, menos humana. Un mundo sin abertura a Dios carece de aquella holgura que necesitamos los hombres para superar nuestra menesterosidad y dar lo mejor de nosotros y darlo a los demás, singularmente a los descartados, heridos y pobres de hoy. Un hombre sin Dios se priva de aquella realidad última que funda su dignidad, y de aquel amor primigenio e infinito que es la raíz de su libertad y de su amor, o de su libertad para amar. Por esto mismo, en medio del silencio tan denso de Dios, mi ministerio y proyecto personal y eclesial como Obispo, ahora en Valencia, en España, o donde esté, no quiero que sea otro que principalmente hacer resonar públicamente, a tiempo y a destiempo, explícitamente o implícitamente el Nombre de Dios, revelado en Jesucristo: hablar de Dios en todo, y con todos los medios a mi alcance; no quiero ni tengo otro referente que la palabra de y sobre Dios, hablar de Dios, como el sólo y único necesario, fundamento, horizonte, y meta de todo lo creado, pedir que volvamos a Él, exhortar a que centremos toda nuestra vida en Él, porque en Él está la dicha y la salvación. Como, ya he comentado otras veces: me decía en una ocasión en Jerusalén el gran hombre de Estado y gran judío creyente, Simón Péres, un verdadero hijo de Abrahán: “los que creemos en Dios, judíos y cristianos tenemos la gran responsabilidad de decirle, y anunciarle a todo el mundo que sin Dios no podemos afirmar la gran dignidad del ser humano, ni derechos humanos universales y fundamentales, no habrá concordia, ni convivencia pacífica, no habrá paz ni será posible la paz”. Sí, esa es la responsabilidad que me apremia, y ¡ay de mí si no la cumplo!, cumplirla con la palabra y las obras de caridad y orando insistentemente y adorando a Dios y anunciándolo. Me preocupa grandemente esa pseudocultura de la mentira que nos está invadiendo. Se miente tal vez como bellacos por altas esferas responsables del bien común pensando que los demás somos tontos o idiotas, pretendiendo esclavizar y hacer un pueblo o una sociedad dominada y sumisa. Me recuerda y traigo a la memoria a los países comunistas -en que domina la mentira- y me da pavor la memoria concreta de unos jóvenes albaneses en la JMJ de París que ignoraban la mentira como un mal para el hombre y la sociedad y estimaban– así habían sido configurados y educados en su país dominado por la mentira-, que “la mentira era un arma en las relaciones entre los hombres para vencer y dominar”. Andamos necesitados de una nueva cultura, como lo está propiciando sabiamente la plataforma cultural NEOS. La esperanza de un nuevo año está en el cambio, en el que no se olvide al hombre, la persona humana, en el que se vuelva a Dios, y en una nueva cultura de la verdad, la libertad, la fe, la familia, el bien común. Apremia la fe, evangelizar. Merece la pena trabajar por esto, de verdad.

Antonio Cañizares Llovera, es cardenal y arzobispo de Valencia