Política

La caída de Adriana Lastra

«Tanto en el partido como en el gobierno hay un momento en que es necesario soltar lastre»

La política es tan cruel como implacable. Hace no mucho tiempo, Adriana Lastra era una de las figuras más importantes del PSOE. Era la todopoderosa portavoz parlamentaria y contaba con el favor del líder. No era una sanchista de última hora o una conversa neosanchista, sino que se trataba de una de las pocas fieles que le acompañó en la travesía del desierto. El afecto, como la confianza, dura hasta que se extingue y la ex número dos había caído en desgracia. Tras la crisis del año pasado me sorprendió que siguiera como vicesecretaria general. Me la habían incluido entre los caídos con Calvo, Ábalos y Redondo. He de reconocer que acogí la información con un cierto escepticismo, aunque conozco muy bien la firmeza y frialdad del presidente. No lo digo en plan negativo, porque su cargo obliga, como sucede con cualquier jefe de gobierno, a mantener una cierta distancia porque se tienen que tomar decisiones que pueden llegar a ser, incluso, dolorosas en la personal. Por eso, no es bueno mezclar la política y la amistad.

Es posible que los caídos fueran amigos, pero tanto en el partido como en el gobierno hay un momento en que es necesario soltar lastre. Esto es especialmente importante cuando la gente no se sabe resituar. En este sentido, me viene a la mente lo que sucedió con el general Bonaparte. Fue uno de los militares más brillantes de la Historia y alcanzó el generalato con gran rapidez. Es muy interesante, también, su figura como gobernante y su decisiva aportación a la transformación de Francia, pero también de Europa. Era un hombre a caballo entre la Edad Moderna y la Contemporánea. Tras el golpe del 18 de Brumario, donde su hermano tuvo un papel decisivo, se convirtió en el primer cónsul, los otros no pintaban nada, y fue creando unas instituciones a su servicio que, según su concepción, era el de Francia. Cuando se convirtió en emperador decidió establecer una nobleza imperial. Con ello se acabó la incómoda camaradería propia de la vida militar y del proceso revolucionario. Hubo príncipes, duques, marqueses, condes, vizcondes y barones, además de los miembros de su familia que fueron agraciados con los reinos y principados satélites. Había dejado de ser el general o el primer cónsul, para ser el emperador de los franceses.