Soria
Viaje de otoño (I)
Antes, no hace tantos años, había que detener el coche a cada paso para que pasaran las vacas. La gente, por lo que sea, huye del paraíso
El viaje comienza muy de mañana en El Valle, al pie de la Cebollera. Un sol tibio hace brillar el oro de los chopos y resalta el primer cobre otoñal de los montes. No te encuentras con nadie. Cruzas el pueblo –Valdeavellano, Rollamienta, Tera…– sin ver un alma ni tropezarte con un animal. Ni siquiera un perro callejero. Sólo el silencio, roto de cuando en cuando por el graznido alto de un cuervo. Antes, no hace tantos años, había que detener el coche a cada paso para que pasaran las vacas. La gente, por lo que sea, huye del paraíso. Pasado Tera, nos incorporamos a la carretera general, que une Soria con Logroño por el puerto de Piqueras. Discurre recta entre pinares. Una cuadrilla de rumanos está buscando níscalos. La carretera atraviesa el campillo de Buitrago y arriba, a la izquierda, encima de Garray y sobre el Duero, dejamos, entre una leve niebla mañanera, el solitario cerro de Numancia.
Cuando entramos en Soria, la ciudad empieza a desperezarse. No hay atascos. Los barrenderos terminan su trabajo. Pasamos junto a la mole dorada de la catedral de San Pedro, que guarda un precioso claustro románico que casi nadie visita. Cruzamos el puente entre San Polo y San Saturio. Dejamos a la izquierda el claustro de San Juan de Duero, con el monte de Santa Ana enfrente y el monte de las Ánimas un poco más arriba. Es un rincón en el que el corazón se sobrecoge. No es extraño que los poetas, con Bécquer y Machado a la cabeza, se hayan enamorado de este lugar, no exento de misterio, con nombres de enamorados en la corteza de los árboles, donde el Duero traza su famosa curva de ballesta.
Seguimos por la carretera que conduce a Zaragoza y a Pamplona. Estamos en tierra fronteriza, donde Castilla pierde su nombre. Pronto asoman, a la altura de Alconaba, los campos de pan llevar, vislumbre de la rica Tierra de Gómara, también despoblada. Con el tempero de las últimas lluvias, un tractor prepara la tierra para la siembra. Subiendo al Madero cruzamos pueblos semivacíos con nombres sonoros. La mayoría queda a trasmano: Fuensaúco, Aldealpozo, Omeñaca (con el recuerdo de los siete infantes de Lara, muertos a traición en los campos de Araviana), Tozalmoro, Fuentetecha…, casi todos con hermosas iglesitas románicas, condenadas a convertirse pronto en cantarrales. La sierra del Almuerzo está poblada de leyendas antiguas. A la izquierda se dibuja la Alcarama y de frente, dominándolo todo, la mole del Moncayo, el monte sagrado de los celtíberos, que esta mañana aparece coronado de nubes cárdenas.
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