Sociedad

Invencibles

Amó hasta el final los caracoles de Amadeo del Rastro madrileño; nadar al sol, el vino, el buen perfume, la poesía y los médicos

He conocido santos que no tenían empacho en morir, pero mi padre falleció el viernes y no era de esos. Deseaba con todas sus fuerzas vivir. Ya no caminaba, pero pensaba en una silla de ruedas que le permitiese mover los brazos. No entendía las películas ni los libros nuevos, sin embargo seguía repasando «La Colmena», «El Pisito» o «Vencedores y vencidos». Amó hasta el final los caracoles de Amadeo del Rastro madrileño; nadar al sol, el vino, el buen perfume, la poesía y los médicos. Hay que ver cómo se crecía ante los médicos, en la esperanza de engañarlos y verse absuelto de su enfermedad. Quince días antes de morir se disgustó porque le negaron la radioterapia y una semana después fue aún peor, al saber que no recibiría quimio. Se preguntaba por qué no podía «comer normal», ya que los de paliativos prescribieron purés. Lo último que pidió antes de ser sedado, como el capricho de un condenado, fue un polo.

Mi padre, un librepensador desconcertado, un ilustrado, se había convertido rotundamente hace cuatro años, pero se resistió a la extrema unción porque no quería que una campanilla imaginaria anunciase la guadaña. Luego, cuando su amigo el cura apareció en casa, ya no supo echarlo y se rindió como un niño. De la misma manera que se dejó limpiar y bañar como un bebé y vestir y sentar como un muñeco, este gigante hecho a sí mismo, que nació en la pobreza de la posguerra obrera y creó uno de los mejores despachos de siniestros de seguros de Madrid, besó las manos del sacerdote y repitió: «Creo en ti, Jesús», «Gracias, Dios mío».

Confieso que ya no sufro. Lo pasé mal mientras estuvo hosco y enfadado, sin embargo en el momento en que se rindió al Todopoderoso, rodeado de los suyos como Don Quijote en su lecho de muerte, cambió. Esa tarde se fue despidiendo y a cada uno nos dejó un consejo como una perla. «Es interesante asistir a la propia muerte», me dijo, «es como un salto de circo». Se refería al impulso desde el trapecio, ese instante de vértigo en que se surca el aire a toda velocidad hasta caer en las manos seguras del portor. Qué valor. Luego hablamos de la inexplicable manía de Dios de hacernos morir uno tras otro, que nos disgustaba a ambos, y quedó en preguntarle a Teresa de Ávila. También comentamos que no nos queda otra que obedecer Su voluntad como soldados. Al principio del fin, cuando nos anunciaron que el cáncer lo había invadido, me había preguntado si estaba bien. «Estoy bien si tú estás bien», contesté. «Juntos y con nuestro Dios somos invencibles», añadió.