Navidad

Bienaventurada nostalgia

Hay algo muy bueno en esta desilusión, porque certifica que estamos hechos para algo que no se da en este mundo

Del mismo modo que las flores se entremezclan con las malas hierbas, en estos días afloran junto a las alegrías unas tristezas encrespadas. No son sólo dos tipos de personas –las cascabeleras y las desoladas– sino que cada uno descubre en su interior una mezcla desconcertante de júbilo y pesar. Me cuenta una compañera que su Nochebuena, que se abrió con enormes expectativas, discurrió aburrida en compañía de un comensal anciano con logorrea. Otro amigo me evita al teléfono, decidido airadamente a aislarse «porque no tengo nada que celebrar», explica por wasap. El taxista que me llevó a Cope la mañana tempranísima de Navidad, el día 25, relataba que la gente que regresaba a casa de madrugada presentaba «una cara que daba pena». Era un hombre camino de los sesenta, que explicaba –con la innata sabiduría de los conductores urbanos de largo recorrido– que las fiestas se han homogeneizado actualmente. Que «antes la Nochebuena era más familiar, pero ahora se parece a la Nochevieja, con los pubs y discotecas llenas, la gente hasta las tantas por la calle y muchísimas melopeas».

Me viene un impulso primero de entonar una oda al pasado, a una inexistente juventud de pureza, instalada en los años 70 de mi infancia y mi supuesta memoria, pero me detiene la conciencia de cierta falsedad. Borracheras tristes había ya en aquella época, también familias desunidas –que encima, se disimulaban por severas razones sociales– y, desde luego, había gente pesada y noches desafortunadas.

No, lo que ocurre es otra cosa. En estas fiestas hay una inevitable distancia entre el deseo y la realidad final, entre el anhelo del corazón, que se va cultivando entre las luces, la belleza del belén y el árbol, tantos regalos y encuentros y el desencanto por una totalidad no lograda. Es la constatación de la imperfección de la existencia, que jamás colma la nostalgia de infinito que los hombres llevamos grabada a fuego. Y hay algo muy bueno en esta desilusión, porque certifica que estamos hechos para algo que no se da en este mundo. Que hemos sido marcados para algo desconocido y mayor, somos portadores de un ansia de infinito que nos constituye. Nos acicatea incesantemente y, a la vez, nos deja permanentemente insatisfechos, hambrientos de «otra» cosa. Bendita tristeza la que nos acomete en estos días y nos impide darnos por satisfechos con comidas opíparas, bebidas delicadas, compañía multitudinaria o incluso belleza musical y plástica. Conviene recordar a la santa de Ávila: «Nada te turbe/nada te espante/ todo se pasa/ Dios no se muda/ la paciencia todo lo alcanza/ quien a Dios tiene/nada le falta/sólo Dios basta».