Ángela Vallvey
A París en burro
El verano es la época tradicional del viaje. La sola palabra «viaje» consigue que la mente se mueva buscando en la despensa del recuerdo aquellos sabores, olores y emociones que sentimos en algún viaje gratamente añorado. Viajar es hermoso, y las cosas hermosas viajan sin cesar. O por lo menos eso se aprende leyendo «Las mil y una noches»: que todas las cosas bellas gustan de viajar, ¡hasta las perlas salen del fondo oscuro del mar y atraviesan las inmensidades para colocarse en la diadema de los reyes y en el cuello de las princesas! Viajar como las golondrinas de las fábulas de La Fontaine. Viajar como los ingleses, que han hecho del viaje una ciencia casi exacta... Viajar como aquellos periodistas castizos, Carlos Cruselles y Javier Bueno, redactores de «España Nueva», un diario de la noche con afición al cachondeo fundado y dirigido por el diputado republicano Rodrigo Soriano. El 28 de agosto de 1906, los dos plumillas emprendieron un viaje a París y eligieron el burro como medio de locomoción. Pretendían hacer una sátira del automovilismo, que entonces estaba en boga entre los «snobs», aunque la gente seria de verdad no daba ni una perra gorda por el futuro de los coches. El periódico publicaba un folletín diario que contaba el viaje y su éxito fue tan extraordinario que «España Nueva» aumentó su tirada y eso que, antes de tan curiosa iniciativa, ya vendía lo que no estaba en los escritos... El viaje a París en burro fue un triunfo de la ironía, del disparate y del pintoresquismo español. Tanto que se hizo popular la expresión «A París en burro» para referirse a cualquier viaje delirante o quimérico. Aunque, en verdad, todos los viajes son ilusorios cuando pesa más la idea de largarse pronto que la de llegar.
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