Cristina López Schlichting

A vueltas con las cenizas

La Razón
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Ayer fue Día de Difuntos y ando yo cavilando por qué El Vaticano se ha metido en el lío de hablar de exequias, tumbas y cenizas. A mucha gente le ha molestado. Para empezar, enterrar es caro. Los precios influyen en las costumbres y están favoreciendo un anecdotario chusco incluso. Cuando se drenó El Retiro, por ejemplo, aparecieron varias urnas: me pregunto si alguno no cambió los deseos del finado de ser aventado en Benidorm por el agua más cercana que tenemos los madrileños. Hay motivos para abrir un cierto debate sobre la objetiva necesidad de lugares decentes y baratos donde poder enterrar cuerpos o cenizas.

La aparición del cristianismo fue asociada en el Imperio a la moda de enterrar a los muertos en lugar de incinerarlos. El cristianismo supuso una revalorización de la carnalidad frente a los gnosticismos y espiritualismos. En la tradición de Jesús, el cuerpo es muy importante. Se bautiza, se unge, se signa, se le da santa sepultura. El matrimonio no es tal hasta que los esposos no lo han consumado en la carne. Es con el cuerpo que se besa y se ama. Con la boca se saborean las viandas, con los oídos se recibe la música, con el tacto se acaricia a los niños, con la vista se percibe la belleza de un cuadro o un paisaje. Sorprende muchísimo que un entorno tan hedonista como el nuestro instale la idea de que el cuerpo es irrelevante. Se propone esparcir las cenizas en la naturaleza para evidenciar la fusión con el cosmos, esto es, se nos propone un futuro panteísta. Para algunos, incluso, una especie de nirvana, de fusión espiritual con el todo.

Quizá los cristianos somos demasiado prácticos. El único indicio que tenemos para saber cómo podrá ser la vida en el más allá es el testimonio de los apóstoles sobre los días que pasaron con Jesús resucitado. Y los testigos dicen cosas que me llenan de satisfacción, a saber, que comió pescado son sus amigos, que se dejó tocar por ellos, que paseó a su lado y que apareció en sus reuniones. Más que suficiente para intuir que el cielo no tiene nada que ver con abjurar de la corporeidad, aunque el cuerpo glorioso sea distinto del actual.

Conservar el cuerpo o las cenizas en un lugar bendecido es sólo hacer memoria de esto. Resucitaremos. No desapareceremos en el éter. Año tras año podemos enseñarles a nuestros hijos que se muere, sí, pero con esperanza y horizonte. A mí me resulta un gran consuelo y me ha sorprendido que se haya reaccionado a la toma de posición de la Iglesia con burla y con ira en algunos casos. «Yo sé –dijo ayer Francisco– que mi Redentor vive, y que resurgirá del polvo, y yo lo veré, yo mismo con mis ojos que lo contemplarán, y no otros». Jesús hizo primero el camino, nosotros iremos detrás. Cada uno que haga lo que quiera, pero es esperanzador lo que propone la Iglesia.