Ángela Vallvey
Acepto
Incluso a los inventores de «apps» les cuesta sacarse de la manga «nuevas» necesidades para el ser humano, a pesar de que resulta más fácil innovar carencias tecnológicas que espirituales, dado que la tecnología crea sus propias exigencias, que la industria se apresta a satisfacer. La nueva revolución tecnológica nos ha convertido en parte de una gigantesca maraña contractual de la que pocas veces somos conscientes. Después de firmar uno de los muchos contratos que signamos casi diariamente, una a veces se pregunta si no estaremos vendiendo nuestra alma al diablo. Y tan barata. Me explico: cotidianamente, mientras utilizamos el ordenador, navegamos por internet, buscamos información, leemos el noticiero digital, descargamos una «app» que promete detectar solteros desesperados por la calle, enviamos un correo-e o usamos el Smartphone, pulsamos varios «Acepto», referidos a alguno de los incontables contratos que estamos obligados a firmar si queremos seguir realizando todas esas actividades que ya se han convertido en parte de nuestra rutina. Pero, ¿quién se ha leído los términos de dichos contratos, de la primera a la última página? Con la palabra «acepto» exculpamos de toda responsabilidad a la empresa que nos facilita la tecnología que empleamos, pero también le cedemos considerables derechos, información valiosa sobre nuestra vida y hábitos de consumo –que dicha empresa puede utilizar, o vender, llegado el caso–, y en general le damos carta blanca para que convierta en mercancía cada uno de nuestros tecleos sobre el ordenador. Con el «Acepto» asumimos que, más tarde, no podremos quejarnos, ni reclamar nada. La Edad Media –nunca bien ponderada– en Europa tejió una serie de relaciones contractuales entre partes que, en algunos casos, terminaba siendo la única garantía para una familia de siervos, por ejemplo, frente al poder del feudo. En nuestros tiempos, sin embargo, prestamos servidumbre total en cosas cuyo alcance no imaginamos y mucho menos comprendemos. El valor de los datos personales, que habitualmente regalamos cada vez que pulsamos la palabra «Acepto», tiene un precio que se nos escapa y somos incapaces de calibrar. Nadie paga al usuario por ellos, por disfrutar de su utilidad. Pero siempre hay alguien que obtiene una rentabilidad por su uso libre e ilimitado, «aceptado» a través de un contrato que no logramos leer de principio a fin. Tenemos una idea tan obsoleta de los contratos que no somos conscientes de los muchos que firmamos diariamente, ni de para qué.
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