José Luis Requero

Afirmacionismo

Hace poco leía una sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sobre la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Resolvía la duda que le planteó un tribunal finlandés sobre la interpretación de la Directiva que regula la progresiva instauración de tal igualdad en cuanto a las prestaciones de la Seguridad Social; según el tribunal finlandés es discriminatorio para los hombres que en su país, en caso de accidente de trabajo, las mujeres cobren una prestación social superior por razón de su mayor esperanza de vida.

El Tribunal comunitario entendió que esa diferencia de trato, en este caso a favor de las mujeres, sí es discriminatoria y no está justificada. A tal conclusión llega apelando a un criterio ciertamente muy legalista: si bien la Directiva prevé excepciones a esa igualdad, ninguna se basa en la esperanza de vida. Luego la Directiva sí admite excepciones y basta leerla para deducir que se justifica la distinta protección a la mujer por razón de la maternidad o las diferencias derivadas de tal realidad.

Al margen de esa concreta decisión y de que la mayor esperanza de vida es una diferencia objetiva entre hombres y mujeres, me quedo con un dato que está en la base de la Directiva: que la igualdad como objetivo es compatible con tratos distintos basados en la naturaleza, en hechos objetivos que están en la realidad. Por eso tan malo es un igualitarismo que la ignore como la discriminación contraria a la misma, y la dignidad de las personas es parte de esa naturaleza.

La lectura de esa Sentencia ha coincidido con la de dos leyes promulgadas por Galicia y Cataluña, con un objetivo sustancialmente idéntico: hacer efectivo el derecho a la igualdad y a la no discriminación por razón de orientación sexual, de identidad de género o de expresión de género y que tiene como beneficiarios a lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros e intersexuales, es decir, el llamado movimiento LGBT. Regulan diversos aspectos –el más sensible es la educación–, en su afán de que no quede rincón de la vida social donde no se elimine cualquier tipo de trato desigual.

Pero el loable objetivo de luchar contra toda discriminación esconde una empresa ideológica. Las leyes son tributarias de la ideología de género: no hay hombres o mujeres sino que se elige serlo, porque ser hombre o mujer responde a un rol social. La ley catalana es más contundente y prevé sanciones, con inversión de la carga de la prueba; es decir, que quien opine –o el colegio que enseñe– sobre la homosexualidad desde una perspectiva contraria a esa ideología será denunciado y en el expediente deberá probar que sus palabras o enseñanzas no incitan a la violencia, al odio o a la discriminación.

Si ya es sancionable el «negacionismo», es decir, negar el hecho notorio del Holocausto del pueblo judío, como forma de justificarlo, ahora será sancionable el «afirmacionismo» por discrepar de los postulados de la ideología de género. Lo será afirmar que una unión homosexual no es homologable a la heterosexual o afirmar que el interés del menor desaconseja la adopción por parejas homosexuales y no digamos ya afirmar que la familia natural –que no «tradicional»– es la formada por un padre, una madre y unos hijos.

Por tanto, el que afirme y sostenga esas diferencias incurrirá en ese afirmacionismo sancionable, será un hereje civil. De nada le servirá alegar una legítima discrepancia, ni que censura el desprecio hacia las personas homosexuales o que defiende su dignidad. Una dictadura ideológica propiciada por leyes autonómicas pero que será cuestión de tiempo que llegue a ser ley estatal.

Esas leyes buscan homologar las distintas manifestaciones o realidades que responden a las siglas LGBTI, algo que poco tiene que ver con erradicar la discriminación, la intolerancia o perseguir el desprecio. Pero las siglas LGBTI encierran realidades dispares tras las cuales hay personas que sufren –y digo sufren– situaciones de las que quieren salir, ajenas a tendencias, perdón, opciones sexuales, pero que son tomados como rehenes o pretextos del movimiento gay. Que un imperativo ideológico exija negar esa realidad, negar que hay patologías, luego terapias, y zanjarlo todo atribuyendo al discrepante alguna fobia –homofobia, bifobia o transfobia– nada arregla, acentúa el sufrimiento.