M. Hernández Sánchez-Barba

América no está sola

Octavio Paz, gran pensador mexicano, en su «Laberinto de soledad» ofrece lo que considero una contradicción dialéctica, de la cual se deduce la inevitabilidad de inventar la historia como necesidad. Ocurre entonces que la Historia escapa de la experiencia de lo real, para entrar en la irrealidad imaginada o en lo «real maravilloso», supremo eufemismo inventado para escapar de la realidad y entrar en el terreno de la intermediación estética. Este es el terreno que tomó García Márquez en su gran novela «Cien años de soledad», en la que inventa Macondo, profundamente hundido en el inmovilismo y el miedo. ¿América es Macondo? García Márquez creó un territorio anexo –«el pueblo»–, incardinado en el aura de un socialismo romántico y creador de una atmósfera social asfixiante, extendida a toda la sociedad hispanoamericana: todo cuanto ha producido un pretendido aislamiento, soledad y falta de relación, en profundidad y horizontalidad.

Pera toda la historia de América se encuentra a rebosar de viajes, que son la mayor expresión de la relación, rompiendo la distancia, el peligro y la adaptación de la técnica al momento industrial. En realidad, América se ha considerado «el viaje interminable», cantado por todos los poetas, desde mucho antes del «Ulises» de Joyce y poco después del de Homero. Los marinos españoles de los siglos XV y XVI; la primera y heroica generación de viajeros oceánicos, humanistas, intelectuales, profesores universitarios, médicos, juristas, historiadores, literatos, dramaturgos que en los trescientos años en que existe la América española, sin romper nunca una interacción directa e inmediata entre españoles y americanos –indios, criollos, ciudadanos, plantadores, manufactureros, religiosos y comerciantes–, se aproximaron a los hombres, a las culturas, lenguas y religiones, para conocer de un modo directo la realidad americana y transmitirla para el conocimiento de los centros culturales, las Universidades investigadoras europeas. Como escribió el propio Octavio Paz, «Viajes. Al corazón de Quevedo por las costas del mundo».

También el cubano Alejo Carpentier ha viajado por la historia. «El reino de este mundo» (1949), basado en la revolución de Haití, inspirado en la revolución francesa; «El acoso» (1956), abismada en la dictadura de Machado; «El siglo de las luces» (1962) analiza las repercusiones hispanoamericanas de los movimientos sociales europeos. Podría multiplicarse la cita en la que inciden muchos escritores hispanoamericanos. Insistiendo con mucha fuerza en la idea de la comunicación, la importancia de los viajes. Precisamente por esto y otras muchas acciones, el historiador francés Alain Rouquié, al referirse al mundo histórico americano de habla española lo llama «extremo occidente», que de hecho lo es.

En la historia de España en América no hay ningún enmascaramiento, ni tampoco existe ningún vacío. Hay una extensa e intensa verdad, honrada y objetiva, una historia común que debe considerarse, no como una carga, sino como un orgullo, en cuya frontalidad hay que poner a los españoles que actuaron en la comunicación y el orden que, con especial intensidad, han intervenido en la permanente comunicación desde finales del siglo XV hasta los tiempos presentes.

Intelectuales, profesores, escritores americanos han acudido a España para ensanchar y enriquecer las relaciones culturales, sociales y económicas. En España son innumerables las iniciativas tanto de entidades privadas como sociedades y casinos culturales que han promocionado la creación de revistas, cursos de conferencias y viajes, como, por ejemplo, la Unión Ibero-Americana, o congresos como el Congreso Social y Económico Hispano-Americano de 1900. Así como el interés surgido en universidades, en las que destaca la de Oviedo, donde ganó su primera cátedra Rafael Altamira y Crevea, de Historia General del Derecho Español, en un momento de pesimismo nacional, como consecuencia de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas (1898) y, en París, la delegación española presidida por el diplomático Eugenio Montero Ríos tenía que aceptar las condiciones humillantes de paz impuestas por Estados Unidos. Altamira, encargado por la Universidad de Oviedo del discurso de apertura del curso académico 1898-1899, lo pronunciaba bajo el título «La Universidad y el Patriotismo», porque en aquellos momentos el problema capital «es el de la Patria... que ha de llevar la necesaria regeneración de nuestro pueblo» y, añadía, «el deber más básico de la Universidad es restaurar el prestigio de nuestra historia». Los viajes de Altamira hicieron conocer el pensamiento español. El gran historiador argentino Ricardo Levene proclamó a Altamira «el maestro de todos».