Joaquín Marco
Año Espriu
La suerte de los escritores es incierta. La figura de Salvador Espriu atravesó tres décadas de un relativo silencio hasta que este año, con motivo de la conmemoración del centenario de su nacimiento en Santa Coloma de Farners, se está produciendo un oficial reconocimiento. Espriu falleció en 1985 y sus cenizas no reposan en su pueblo natal sino en Arenys, la Sinera que él inmortalizó desde su juventud. El acto oficial del inicio de las conmemoraciones de diverso signo se produjo el 23 de enero en el Teatro Nacional de Catalunya con la presencia de Artur Mas y se clausurará con una cantata de música contemporánea de Enric Palomar en el Palacio de la Música. Pero en barrios de Barcelona, en las ciudades catalanas y hasta en pequeños pueblos llegará la voz de un escritor que fue además poeta. Porque se revaloriza su prosa. Una completa biografía de Agustí Pons, «Espriu trasparent», inició la carrera de aportaciones. La enorme popularidad de Espriu, que se expandió por toda España, se produjo a raíz de la publicación, en 1960, de «La pell de brau» (La piel de toro). Algunos de sus poemas fueron musicados por Raimon, que se ocupó también de hacer otras versiones de poemas espriuanos.
En la actualidad son ya muchos los músicos que se han inspirado en sus textos. La década de los sesenta y de los setenta del pasado siglo fueron años de enorme popularidad. Espriu fue un escritor total que se inició en la prosa en edad muy temprana y que cultivó el teatro, una de sus pasiones, además de que su poesía alcanzase una considerable difusión en múltiples lenguas. «La pell de brau» fue traducida al castellano por José Agustín Goytisolo y algunos de aquellos poemas pueden considerarse más sencillos, más sociales, que otros que derivan de su oscuro mundo intelectual, de enormes complejidades y de una enorme fidelidad a sus temas esenciales. Se sirvió también de una sátira que bebió de Valle-Inclán y de la literatura popular catalana, aunque con características personales diferenciadas. Penetrar en el mundo de Espriu es sumergirse en un proyecto vital, social y nacional. Fue heredero de la tradición iberista. Tal vez por ello en el mes de abril el Instituto Cervantes de Madrid presentó un acto en el que el poeta y traductor Gerardo Markuleta y el cantautor Javier Muguruza ofrecieron las versiones de Espriu al vasco, contra cualquier prejuicio lingüístico.
Espriu inició su obra muy joven. Aquellos años juveniles han sido recreados en forma novelada por Sebastià Alzamora en «Dos amics de vint anys», aludiendo a la íntima amistad que le unió al mallorquín Rosselló-Pòrcel, fallecido en 1938. Ya en 1929 había publicado en castellano «Israel», patria de una de las culturas que constituirían una constante de su obra, ya que su mítica estará impregnada no sólo por los temas bíblicos, sino por la espiritualidad judía y la cábala. En 1931, y ya en catalán, publicó su «El Dr. Rip» y cada dos años dará a luz un libro hasta que en 1935 verán la luz el significativo «Ariadna al laberint grotesc» y «Miratge a Citerea» (Espejismo en Citerea). En 1939, escribió «Antígona», que no será publicada hasta 1955. Pero de 1946 es «Cementiri de Sinera». Sinera será el anagrama de Arenys y constituirá uno de los signos identificativos de su producción. Dos años más tarde, publica «Primera història d´Esther». Es una pieza teatral que fue representada, aunque tal vez el autor la concibiera para ser leída. Fue la primera obra que llegó a mis manos siendo todavía estudiante y me resultó difícil penetrar en un catalán que era deliberadamente deformado por una estética que rozaba el expresionismo. Conocí al autor poco después, cuando el mundo intelectual barcelonés era más reducido y fraterno, en alguna lectura de poesía que se organizaba habitualmente en las aulas universitarias. Y, ya más tarde, acudí a su casa con motivo de algún libro nuevo y, más tarde, a raíz de mi intervención directiva en una editorial fugaz, Llibres de Sinera, mantuvimos largas conversaciones. Me resultó siempre, dentro del respeto que me merecía, un hombre serio y cordial, con fino sentido del humor y volcado a los más diversos intereses. En más de una ocasión me invitó a su casa, una galería de recuerdos, que conservaba con el amor de un hombre que alternaba las letras con un trabajo en una compañía de seguros.
Tengo, pues, un muy grato recuerdo de Salvador Espriu, abierto siempre a interesarse por los jóvenes, manteniendo la fidelidad a una concepción de la vida, a una lengua, austero, de un puritanismo nunca exagerado. «Setmana Santa» (1971), su último libro publicado en vida, reunía cuarenta poemas para cuya comprensión remitía al Evangelio de San Marcos, al de san Juan, a la mística judía, a los poetas Roís de Corella, Maragall y a experiencias vividas en Arenys, Viladrau y Sevilla. Pero tales referencias no contribuyen mucho a esclarecer el significado de un texto complejo que reúne composiciones de 1962 a 1970. En su vertiente satírica, Espriu se sirve de nombres alusivos: Konilosia (Tierra de conejos, como se la había designado en la Antigüedad) es España; Lavinia representa a Cataluña y, en ocasiones, a Barcelona. Los habitantes de Konilosia «son desconfiados, agarrados y pobres», los de Lavinia «tienen una lengua distinta y todos los defectos de los konilosianos, aumentados». Fue un personaje políticamente incómodo. Rechazó cualquier hipocresía y sus relatos servirían ahora mismo como un ejemplo contra cualquier corrupción. Pesimista, frío en apariencia, bullía en su interior un mundo no tan alejado de la realidad. Tal vez este centenario sirva para que alguien más lo lea. Debería ser así y no sólo en Cataluña. El año Espriu tendría que servir para que en Cataluña y en España algunos se sintieran incómodos.
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