Restringido

Aquellas mujeres

La Razón
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En el Día de la Mujer he pensado en aquellas mujeres de la infancia, mientras los políticos siguen en sus insoportables devaneos. Mujeres enlutadas, envejecidas prematuramente, las mayores con saya hasta los pies, el delantal, la toquilla, las humildes zapatillas y el pañuelo cubriéndoles la cabeza, sin que hubieran tenido la mayoría de ellas, en toda su arrastrada vida, la oportunidad de pisar una peluquería ni de ver el mar. Mujeres campesinas, silenciosas e insatisfechas, estériles a la fuerza u obligadas a parir hijos, los que Dios quisiera, a realizar todas las tareas domésticas: limpiar la casa, lavar la ropa en el lavadero o en el río, acarrear los cántaros de agua de la fuente, hacer la comida, cuidar los animales... y ayudar, cuando se terciaba, en las tareas del campo. Sus manos no extrañaban la hoz y la zoqueta en tiempos de la cosecha ni la azadilla para plantar el huerto. En los breves ratos de distracción con las otras vecinas en un abrigo de la calle o en el carasol de las herrañes manejaban el huso y la rueca e hilaban la lana de las ovejas que ellas mismas habían lavado y cardado. Después tejían jerséis, calcetines o bufandas para los hijos. Siempre con el cesto de la costura al lado, hasta en los trasnochos del inclemente invierno, a la luz de un carburo pagado a escote, mientras las «úrguras» ululaban por las esquinas. Sólo los domingos tenían la oportunidad de vestirse el pañuelo nuevo y acudir a misa con el velo negro cubriéndoles la cabeza.

Nadie les dio nunca las gracias, ni recibieron subsidio ni pensión. Nunca se ha valorado la esencial aportación de aquellas sufridas mujeres campesinas al mantenimiento material y espiritual de la familia y a sacar a España adelante en los difíciles años de la posguerra, aquellos años del hambre y del odio, del estraperlo y del racionamiento, que ellas sufrieron más que nadie. Ya es hora de honrar su memoria, entre tantos homenajes innecesarios e inmerecidos. Y de paso homenajear a todas las mujeres, jóvenes y viejas, que por necesidad o por libre elección siguen en los pueblos, como testigos del final de la milenaria cultura rural. Son las depositarias de lo que queda de esperanza, de renovación ordenada y de reconocible en los pueblos, más amenazados que nunca por la inconsciencia de los políticos.