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La Razón
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Desde que Jorge Mario Bergoglio fue elegido Papa, Roma conoce una extraordinaria afluencia de peregrinos argentinos. Su número es tan alto que en todas las audiencias generales de los miércoles se les reserva un «corralito» especial cercano al Pontífice. Como ya sucedía en su época con Karol Wojtyla ahora resulta que todos le han conocido, tratado, comido o hablado con él. Son sus «amigos».

Por supuesto Francisco ha recibido en audiencia privada a numerosos obispos, empresarios, intelectuales y políticos argentinos. La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner se entrevistó nada menos que cinco veces con el Papa a pesar de que era de todos conocido que sus relaciones y las de su difunto marido con el entonces arzobispo de Buenos Aires no fueron precisamente cordiales.

Ahora le ha tocado el turno a Mauricio Macri, que apenas elegido presidente de la nación el 10 de diciembre de 2015, manifestó su intención de visitar en Roma a su más ilustre compatriota, pero la respuesta del Vaticano es que no había prisa. Todo el mundo sabe que entre los que fueron en su día alcalde y arzobispo de Buenos Aires tampoco las relaciones fueron siempre idílicas.

Los Papas no pueden negarse a recibir a un Jefe de Estado por muy indigno que éste pueda ser (Pablo VI acogió en el Vaticano al dictador ugandés Idi Amín Dadá, que además llegó con media hora de retraso), pero no todas las audiencias se desarrollan en un mismo clima. Y la del presidente argentino Macri fue particularmente fría: sólo veinte minutos de coloquio, el rostro inhabitualmente serio del Papa, la negativa a viajar este año a su país son signos de un distanciamiento calculado. Bergoglio –dicen los que mejor le conocen– soporta muy mal que se manipulen sus palabras o sus gesto con intereses políticos y en Argentina hay quien se dedica a interpretar cuanto dice o hace como si sólo pensase en su país de origen. Éste, por desgracia, es un defecto en el que no sólo caen los periodistas y los políticos argentinos.