Alfonso Ussía
Armonía popular
En todos los grandes partidos políticos, como en cualquier asociación, club o reunión de diferentes personas aparentemente unidas en pos de un objetivo, existen, por fortuna, las discrepancias. No acostumbro a sentarme en una mesa con un político. Siempre intentan, y en ocasiones lo consiguen, utilizar a sus invitados a favor de sus intereses. Y lo más divertido que un político puede proporcionar en una mesa de madera, con o sin mantel, es la crítica inmisericorde a sus compañeros de partido.
Desde la calle, todo se ve diferente. Engaña la falsa unidad y armonía. Unas conversaciones pinchadas al ex presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, con el que fuera ministro de los Gobiernos de Aznar y presidente de la Generalidad valenciana, Eduardo Zaplana, nos demuestran que los corazones de los dirigentes del PP no laten al unísono. En la costumbre de la intimidad, los españoles usamos voces que pueden escandalizar si se pronuncian en ámbitos públicos. El lenguaje políticamente correcto ha terminado con la naturalidad de nuestras conversaciones privadas y públicas. «Estoy negro» es expresión improcedente, como «no hay moros en la costa» o «estás ciego de vino». Y se usa, con frecuencia, el calificativo de «hijoputa», que en ocasiones se interpreta como elogio. Prueba de ello es la generosa definición que hoy se utiliza para ensalzar al máximo nivel a una persona. «Es un tío de puta madre». No de «madre puta», sino de «puta madre». Lo primero es insulto y lo segundo, reconocimiento mundial. Conviene recordar que el hijoputa lo es a título personal, en tanto que el hijo de puta hiere la honra y decencia de la madre, que casi nunca tiene la culpa de lo mal que le ha salido el hijo.
González se despachó a gusto con Rajoy y Esperanza Aguirre, sin caer en cuenta en la honorabilidad de sus respectivas madres, que la tienen sobrada y reconocida. Ha dicho de Rajoy que es un «hijo de puta», y lo mismo de Esperanza Aguirre. También ha recordado que Aznar le tiene a Rajoy «un odio africano», y le atribuyen al Ex desprecios dedicados a Núñez Feijóo. En fin, que no se llevan bien.
No son la humildad y la discreción las mayores cualidades de Aznar, que cada día que pasa está más flaco, vigoréxico y adusto. Ese humor destemplado tiene mucho que ver con las verduras y los kiwis que consume para mantener el tipo, que tampoco es para tirar cohetes. Desde que abandonó la presidencia del Gobierno, no ha sabido reconocer ni un solo error en su gestión. Ni la bandeja con la cabeza de Vidal Quadras ofrecida a Pujol, ni la entrega de la Educación a la Generalidad de Cataluña, ni la inoportuna fotografía de las Azores. La economía fue muy bien, pero hay que recordar que eran tiempos al alza, y hasta en Basutolandia creció la riqueza. Fue un buen presidente en minoría y un vanidoso con mayoría absoluta, pero no supo hacer amigos. Creo que Rajoy tampoco está dotado para ampliar su círculo de amistades, pero intuyo que es más sutil y prudente – lo segundo, con toda seguridad–, que Aznar.
Estas conversaciones pinchadas desmoronan la imagen de la unidad. Y lo hacen con grosería. El odio africano –proviene de Ab-del-Krim–, de Aznar por Rajoy es un odio incoherente. Fue su dedito índice de la mano derecha el que señaló a Rajoy como su sucesor, porque Aznar llegó a creerse propietario del Partido Popular. Lo que sí logró Aznar con gran brillantez y arrojo fue imponer por la Ley y la actuación judicial y policial la dignidad del Estado frente a la sanguinaria banda terrorista ETA. Sólo con éso, merece el respeto general que se ha perdido a sí mismo.
Pero se deduce de esas conversaciones que los líderes nos los inventamos. Ellos, como tales, no existen. Y los del PP, que uno sepa, estudiaron casi todos en colegios de pago.
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