Alfonso Ussía

Arte y coraje

La Parte Vieja de San Sebastián es la síntesis del alma donostiarra. Un alma bicolor. Es blanca y es roja. Blanca de esperanza y roja de sangre derramada. Tascas de pinchos sublimes, hormiguero de naturales y visitantes, espacio de los silencios cautelosos y atemorizados. Allí sólo hablan en voz alta los que amenazan. En la Calle Mayor –antes al menos, se llamaba así–, que nace en la Alameda y muere, en lo alto, en la parroquia de Santa María del Coro, a dos pasos del muelle de los pescadores, se entremezclan los que acuden a Misa y los que saltan de bar en bar a gritos o con prudencias. Muchos establecimientos de «Efectos Navales», y también de recuerdos de San Sebastián, como esas horrorosas piezas artesanales de conchas que compran los turistas. La Calle Mayor huele a mar, a viento, a vino y a pescado. También, los que recuerdan los tiempos peores, a sangre esparcida por el suelo de buenas gentes asesinadas. José Manuel Olarte jugaba a las cartas y le dispararon en la cabeza. En Gaztelupe, la sociedad gastronómica vecina de Gaztelubide, murió como consecuencia de varios disparos el ex jugador de la Real Sociedad y cocinero José Antonio Santamaría. Ninguno de los famosos cocineros vascos lamentó públicamente su muerte, y pocos días más tarde los cursis de la gastronomía madrileña homenajearon en el Ritz a uno de ellos, que les ofreció de plato principal «Pechuga de Ave de Invierno», que no se me ocurre otra que el pingüino. Y en «La Cepa», ante María San Gil, con tranquilidad pasmosa, un terrorista dividió en dos con peculiar pericia la cabeza de Gregorio Ordóñez cuando tomaba el aperitivo. Goyo Ordóñez era concejal del Ayuntamiento de San Sebastián, y el Obispo Setién no se enteró de que habían asesinado a un valiente elegido por los donostiarras en las urnas. Una mañana recibió a María San Gil en su despacho del Obispado. - «Señor Obispo, soy cristiana y católica practicante. Soy donostiarra. Soy del PP y trabajaba con Gregorio Ordóñez. Soy su feligresa. Y no me considero bien tratada por Su Ilustrísima». Setién levantó los ojos y se topó con la mirada húmeda y firme de María. Y con la frialdad que le caracterizaba le preguntó: «¿Dónde está escrito que hay que querer a todos los hijos por igual?». Prohibieron su funeral en el Buen Pastor porque se trataba de un «acto político». Se confundían en la calle, en las barandillas del Paseo de la Concha, en los tamarindos de los jardines, las brisas blancas y las galernas rojas, y siempre vencían las segundas.

El artista granadino Omar Jerez ha querido remover las conciencias anestesiadas de los partidarios del crimen y de los cobardes que lo aceptan siempre que a ellos no les afecten las consecuencias. Maquillado como si acabara de sufrir un atentado y llevando en los brazos un simulado cadáver envuelto en amianto, ha recorrido la Parte Vieja. Con seriedad, con una valentía heroica, con la solemnidad de quien individualmente denuncia a toda una sociedad que ha cerrado los ojos y la boca ante la sangre derramada por el terrorismo. Lo que en verdad ha culminado Omar Jerez ha sido un viacrucis en solitario recorriendo, ante el pasmo de los transeúntes, las estaciones de un calvario olvidado. Pasmo en muchos de los viandantes con los que se cruzaba, y también ojos de odio e insultos matizados. Porque estos cobardes que aplauden a los terroristas, sólo usan de la violencia cuando son más que los pacíficos. Omar Jerez, con orgullo y dignidad, se ha librado de un linchamiento. O no habían bebido todavía lo suficiente los chicos de la «Borroka» y les sorprendió desprevenidos el paso del valiente, o no consideraron que eran suficientes para apalearlo. Los vascos cobardes y violentos –que no son todos, ni mucho menos–, necesitan de una trainera para remar, de un orfeón para cantar y de una muchedumbre para agredir.

Lo contrario que Omar Jerez, paso a paso por la Parte Vieja, por las estaciones del dolor, por los lugares de los disparos a traición, pisando con respeto las baldosas que ya han borrado las huellas de la sangre. El Arte que denuncia y que recuerda a tantos la vileza de sus silencios y complicidades. Un tío.