María José Navarro

Bares

Llevada siempre por mi enorme curiosidad periodística y mi fino olfato para detectar qué temas de la más espinosa y áspera actualidad necesitan de una reflexión brillante y esclarecedora hoy, mis queridos niños, voy a hablar de bares. No es un asunto baladí, ojo, reconózcanme el mérito y el riesgo que corro. Resulta que acaba de publicarse un estudio sobre la media de bares por habitante en Andalucía y ha ganado Mojácar, que tiene ocho mil ciento setenta y tres habitantes y ciento veintiséis establecimientos donde se expende comida y bebida a tutiplén, así que la cosa sale a sesenta y cuatro personas por chiringo. Si cada bar de este país tuviera sesenta y cuatro personas dentro y de manera fija, el gremio de la hostelería daría palmas con las orejas. Yo, sinceramente, si pudiera estar siempre en un bar en vez de en mi casa, me encontraría estupendamente, porque como fuera de la casa de uno no se está en ningún sitio. Eso sí, en un bar en condiciones, de esos con camareros que te desprecian y ni te miran a la cara, con barrita de metal y un chorrito de agua que te enfría el vaso, con las servilletas de papel lija escaseando siempre y con restos de la piel del bacalao rebozado por el suelo que la gente ha de comerse obligatoriamente de pie y haciendo malabarismos porque en ese bar, como está mandao, no hay taburetes. Si no existieran los bares, amiguitos, estaríamos todos en una biblioteca o escribiendo micropoesía. Iríamos a un cine club iraní a pasar la tarde. Y además seríamos cultos, leídos, pedantes y tendríamos la pinta de Iñigo Errejón. Ni hablar. Hala, a la tasca, que luego se hace tarde.