Paloma Pedrero

Bernarda Alba

Recuerdo una «Bernarda» que vi hace años en el Centro Dramático Nacional y que me indignó. Cuánto dinero despilfarrado, hasta las butacas estaban forradas de negro para la ocasión. Cuánto artificio y qué poco Lorca. No, en aquel carísimo montaje no había casa, no había cárcel, no había miedo, no había odio ni amor. Federico habría flipado viendo bajar volando las sillas de sus heroínas. Ayer, en el Teatro Tribueñe, cerquita de las Ventas, vi otra lectura de «La Casa de Bernarda Alba». Materialmente no había demasiado, un escenario precioso e intricado que corresponde a una sala puesta con todo el amor del mundo. Una sala llena de recovecos, telas, esencias y misterios. Una sala que dirige una actriz rusa con una pasión exuberante. Ella lo es. Y sus montajes son como ella: grandes de alma, bellos y dulces de cuerpo, profundos de mirada, minuciosos y fieles al autor elegido. Irina Kouyerskava toma una obra y le lee el inconsciente. Sin tocarle una coma ni una sombra. Ella da luz.

Recuerden a Bernarda, esa madre andaluza que tiene a sus cinco hijas encerradas. Una mujer arrastrada por lo que el poder macho e insensato ordena hacer y ser. Así, ella toma la vara y hace lo mismo en sus dominios, en su casa. Lorca, con ojos avizores, nos cuenta una historia trágica de mujeres a las que no dejan amar y enloquecen. Y lo urde Irina con todo detalle, con la palabra intacta del autor y el arte de ella y su fascinante codirector, Hugo Pérez. Y las actrices son los personajes. Y el público vuela sin avión subido en las alas del alma. Y todos nos damos cuenta de que hoy nuestra cárcel somos nosotros mismos. Y no queremos saberlo.