Alfonso Ussía
Boca grande, boca chica
Hay dos chicos jóvenes, con paralelo salto al estrellato y con la osadía como denominador común, que me tienen divertidamente perplejo. Ni uno ni el otro pueden quejarse de la longitud de su lengua y su desparpajo en los decires. Se distinguen en el tamaño de la boca. El primero, el tal llamado Nicolás, presenta un buzón, en tanto que el segundo, Íñigo Errejón, emite sus sonidos desde una boquita de piñón que parece herirle cada vez que habla. El primero, supuestamente, es casi todo. Embajador extraordinario y plenipotenciario del Gobierno de España ante el movimiento separatista de Cataluña. Enviado especial de la Casa Real; agente coloborador del CNI y usuario de automóviles oficiales gubernativos y municipales. El segundo, es profesor de Universidad y becario, además de fundamental dirigente del partido político televisivo «Podemos». Jóvenes y ambiciosos.
Para mí, que es más ambicioso de poder del dinero el de la boca grande. Y más ambicioso del poder político de principios del siglo XX el de la boca chica. Más simpático el de la boca grande, y muy contrario a enseñar su sonrisa –quizá le duele por excesivo estiramiento–, el de la boca chica. El de la boca grande puede pronunciar sin dificultas todas las vocales, en tanto que el de la boca chica también las sabe pronunciar recurriendo al milagro, porque su boca, a primera vista, sólo parece acondicionada para hablar con la «o». Su boca, que no él, me recuerda un poco a la de Estrellita Castro que en paz descanse, redondita y breve. De ser peces, uno sería mero y el otro ciprino.
A boca grande no le hace falta que indaguen sus actos porque él mismo se encarga de hacerlo. Y a boca chica le han sorprendido con las becas en la masa. Los suyos justifican su indolencia becaria con el argumento de que las cantidades aterrizadas en sus bolsillos no son escandalosas. Y en efecto, no lo son. Entre el de la boca chica y la familia Pujol no hay parangón posible en lo que respecta a sumas amañadas, pero sí a actitudes. La beca a dedo, el amigo, y la facilidad para cobrar y no para ganar con el sudor de su frente el dinero ingresado.
El de la boca grande, sinceramente, es un enigma. Porque un embajador del Gobierno, agente del CNI, enviado de la Real Casa, compañero en el asiento trasero del coche oficial de la vicepresidenta Soraya, negociador de la españolidad de Cataluña y organizador de grandes eventos políticos, sociales, deportivos y hasta benéficos, de haber facturado sus servicios figuraría en el «Forbes» junto a Amancio Ortega. Y no figura, porque ante todo es un patriota que ha puesto su inteligencia, su talento y su simpatía personal al servicio de España, según él. El de la boca chica de poner su inteligencia, su talento y su antipatía personal al servicio de algo, no lo haría por España, que eso es muy de derechas y lo suyo es despreciarla, como Kiko Rivera –¡Odio a mi país!–, detalle que le advierto por si desea cambiar de bando.
Es más listo el primero y está más estudiado el segundo. Si supieran sumarse el uno al otro sus respectivas y complementarias cualidades, es más que probable que el tándem resultara asombroso. Simpatía, desparpajo y capacidad de fantasear del primero. Seriedad, lealtad a sus compromisos adquiridos y honestidad becaria –las cantidades no son importantes, según sus amigos–, el segundo. Para decir «si», el primero, con su boca grande. Para el «no» el segundo, con su boca chica. Interesante experimento que me atrevo a proponer. En cualquier caso, el uno como el otro, dos ejemplos dorados y pulidos para nuestra juventud, tan hambrienta de referencias. Porque muy diferentes, no son.
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