Ángela Vallvey

Calles

La Razón
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Las calles en España son más interesantes, y tienen protagonistas más curiosos, que un documental esotérico. Conforman un paisaje social que incluye cada dimensión del universo. Mientras las norteamericanas, verbigracia, están pensadas para los coches, nunca para el peatón, y por eso lucen bordillos tan altos como acantilados de asfalto, la calle españolita, ya sea estrecha o anchurosa, señorial o canalla, es sugestiva y feliz, amante del zapato antes que de la rueda. Caben en ella las turpitudes de los paisanos, sus fiestas pobretonas, la alegría de vivir, esos orines inagotables de esencia dramática del viandante turulato. La rúa atesora la luz en los aleros, da cobijo al aguador, el hidalguillo, la maciza y el jifero de Velázquez. También al truhán posmoderno o al político corrupto que parece un gentilhombre con pelliza de lince pintado por Veronés. Las callejuelas son ariscas y dulces, rientes y tranquilas, alicatadas de sol y esculpidas por el aire negro contaminado de la ciudad o los bucles de alabastro del viento de la sierra. En las calles españolazas, el amor atiza incluso el corazón de los vecinos que parecían torpes cuando los compramos. Las palomas atormentan los tejados mientras miran al cielo de reojo. Las mujeres se cubren los hombros con un velo de sombras y taconean por las costanillas de esos barrios donde nunca se ha oído discutir sobre mística.

La calle española, cuando llega el verano, arde en fiestas, en verbenas, en banderines con los colores de la enseña española. Del santo patrón. Del terruño aspirante a la independencia. Se pasean por ellas las Venus, las Dianas, los Bacos contemporáneos..., mientras mandan mensajes desde el móvil a sus churris, que son ninfas, faunos, silenos, bacantes siempre dispuestos a echarse un lingotazo de calimocho bajo los pámpanos de Anacreonte de la tarde dorada. Efebos que se saltan semáforos porque se han despistado, con la belleza del día o el guasap. Caprípedos extáticos que no terminaron la ESO, perfectamente exentos de cerebelo, subidos en su moto rozagante y rumorosa, que han vaciado un par de ánforas de tinto de tetrabrik, bebidas a buchadas, antes de salir pitando hacia el jolgorio de las ramblas. Las calles los acogen en su misericordiosa arquitectura de significados, no les piden cuentas por mucho que sepan que son unos ceporros del haba. ¡Ah, la calle españolita, españolaza, antiespañola! Espectáculo, hechizo, riqueza, comedia trágica de vida diaria.

(Y, a cambio, sólo tendríamos que barrerlas...).