Ángela Vallvey
Camisa
Cuentan por ahí que había una vez un imperio muy, muy lejano, que estaba a punto de hundirse por todos los casos de corrupción que lo acosaban. El califa era corrupto, pues se pasaba el día en los bajos fondos, en vez de atender en palacio los asuntos de Estado. El visir era corrupto, y había prevaricado tanto que en el reino ya no se cumplía ni la Ley de la Gravedad. Del visir para abajo, en el escalafón social del reino, digamos que todo el país estaba tan pringado que, a su lado, Sodoma y Gomorra parecían dos ciudades santas, además de legendarias metas de peregrinación. Los nobles eran unos crápulas. Los burgueses, unos disipados. Los campesinos, unos relajados. Los proletarios... Bueno, ya no había proletarios, pero es que el lugar del proletariado lo ocupaban los repartidores de pizza, becarios, YouTubeRs, periodistas autónomos, payasos de la tele, escritorzuelos que pagaban por ejercer como tales, las madres oficinistas, las limpiadoras de los Palacios del Íbex..., etc.
El plato preferido de aquel reino era el filete de becerro de oro, que se convirtió en símbolo de la gastronomía nacional. Judas era un avaricioso que se embolsó treinta monedas de plata en comparación con las irrisorias cantidades por las que cualquiera vendía a sus amigos íntimos, que no subían de los 0’20 eurobecerros. Y así. Todo iba como iba, hasta que un día el sultán se despertó enfermo. Había robado tanto que las fronteras de su reino se le quedaban pequeñas, pero temía expandirse porque eso significaría anexionarse los territorios vecinos, que eran unos cómodos paraísos fiscales en los que justamente él guardaba los miles de millones de maravedíes que no dejaba de trincar por aquí y por acullá. Estaba tan enfermo que prometió la mitad de sus riquezas a quien consiguiera sanarle. Ya robaría luego más... Una vidente –que echaba de madrugada las cartas para los televidentes– le aseguró que mejoraría el día que se pusiera la camisa de un hombre, mujer o viceversa, «decente». El monarca envió emisarios a todos los rincones en busca de una persona honrada, aunque la sola idea le daba repelús. Cuando estaban a punto de darse por vencidos, encontraron a una anciana proba, recta, íntegra... ¡Pero iba en cueros, la pobrecilla!, incluso en invierno: como toda su vida había trabajado honradamente, nunca tuvo suficientes ahorros para poder comprarse una camisa. ¡Ni un refajo, oiga...!
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