Sabino Méndez
Capuletos y montescos
odo castellanohablante nacido en Cataluña está empapado de tradiciones autóctonas, de la misma manera que todo catalanohablante nacido en la misma zona durante los últimos siglos está empapado de la tradición hispánica. ¿Cómo podía ser de otra manera? El hecho de que convivan desde hace siglos, en la misma zona, dos tradiciones literarias de gran vitalidad, herederas de la Romania, es un privilegio intelectual tan enorme que, a quiénes lo disfrutamos, nos resulta chocante que haya gente incapaz de evitar vivirlo como una esquizofrenia y un conflicto.
El AVE ha aumentado la velocidad y profundidad de ese entretejido. Sería absurdo, hoy en día, hablar de una cultura madrileña y una cultura barcelonesa entendidas como algo «propio», cerrado o estanco.
La cultura es simplemente el conjunto de informaciones que nos permiten ejercer y mejorar nuestro juicio crítico sobre las cosas. No hay culturas, sino una cultura universal y, luego, tradiciones diversas de cómo abordarla. El empuje de la contracultura de los sesenta hizo a la cultura establecida tener que enfrentarse con su autocrítica y fue sano. Pero desde entonces sólo se han producido décadas de teorizaciones, meras paráfrasis de otras hipótesis, con escaso sostén en la autoridad de los hechos, poca atención a las estadísticas rigurosas y menos contraste aún con los últimos hallazgos de los estudios cognitivos. Interpretaciones extremas entienden por cultura incluso cualquier plan de acción del ser humano, pero es muy endeble (y difícilmente defendible) pretender que el canibalismo pueda aumentar gran cosa nuestra capacidad de juicio crítico.
Aquí mismo, en el nacionalista sistema cultural catalán actual, se es reacio a deshacer esa confusión entre cultura y tradición. La vieja y obsoleta idea de que los territorios administrativos deben corresponderse solo con un único grupo lingüístico, étnico o tradicional, (cosa que además, en nuestro mundo global, no es cierta porque sólo sucede en un 4 por ciento de la población mundial) ha provocado en los catalanistas la necesidad de autoconvencerse sobre que poseer una tradición cultural propia lleva inevitablemente a la simplificación de que se posee una cultura propia, hermética, única.
De hecho, debe ser en Cataluña uno de los pocos lugares del mundo dónde todavía se escucha la superada teoría de Herder que, durante el romanticismo, postulaba cómo cada lengua implica una cosmovisión diferente. La propia autoridad de los hechos lo desmiente. Tomemos como ejemplo un grupo de rock de los ochenta como Trogloditas (con el que triunfamos desde esa década). Lo formábamos cinco catalanes bilingües, dos de ellos castellanohablantes de lengua materna y tres catalanohablantes. A pesar de ello, mi visión del mundo y la del batería, Jordi Vila, resultaban muy parecidas, teniendo muy poco que ver ambos con la cosmovisión propia de un campesino mexicano (en mi caso) o de un inspector de tributos de El Alguer (en el suyo).
No es extraño, por tanto, que de ese complejo tejido haya salido parte de lo más estimulante que ha ofrecido la tradición hispánica en los últimos años. Juan Marsé, Enrique Vila Matas, Francisco Casavella, Kiko Amat, Ignacio Vidal-Folch, Jordi Galcerán son nombres propios en lo literario que expresan en cada caso un decantado profundamente individual de esas influencias. En lengua catalana, incluso un escritor como Quim Monzó, cuando a veces se ha definido como «visceralmente antiespañolista» pone de relieve, por pasiva, la importancia y el peso de la tradición hispánica en su obra. Tanto como para sentirse obligado a rebelarse contra ella.
En el caso de la música popular, menos dada a las teorizaciones y más cercana a la acción directa de la calle, los ejemplos son innumerables. Van, dejando aparte los citados Trogloditas, desde una de las figuras principales de la movida madrileña como Santiago Auserón (trabajando en los últimos años con los miembros del Taller de Musics de Barcelona), hasta uno de los padres del jipismo musical catalán de los setenta, Jaume Sisa, viviendo durante más de un lustro en Madrid y creando un personaje de cantante de boleros (Ricardo Solfa) que actúa en castellano.
Hay acuerdo general en que, hoy en día, las ciudades son los nodos centrales de la red mundial. Y es innegable que cada ambiente, cada ciudad (sus tradiciones, su climatología) influyen. Con el aumento de materiales que la red global nos facilita, los artistas, por simple inquietud y necesidad de nuevos estímulos, avanzamos cada día más, guste o no, hacia la cultura universal. Siempre existirán resentidos que quieran mantener las viejas rencillas entre Capuletos y Montescos en el plano cultural, pero me temo que los datos muestran que solo pervivirán en el futbol, entre los Mourinhos y los Guardiola-Vilanova. Nada que objetar, incluso pueden trasladarse ahí las abstracciones y teorizaciones culturales. No será malo si eleva el tono. Pero seguirá siendo eso: futbol. Algo tan sentimental, banal y acrítico como que el mejor siempre será el equipo local.
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