Carlos Rodríguez Braun
Cataluña, clanes y libertades
El nacionalismo esgrime banderas como si fueran propiedad exclusiva. Vemos su descaro en Cataluña. Pretende ser el paradigma de la democracia, cuando anhela privar a la mitad del pueblo de su «derecho a decidir». Asegura ser la garantía de la prosperidad, cuando su intervencionismo es garantía de lo contrario. Alega ser opuesto al franquismo cuando sus ribetes fascistas son notorios. Y se proclama defensor de la libertad cuando es su principal victimario.
Hablando de «el problema catalán», escribía en «El País» Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona: «El problema catalán es creer que hay un problema catalán, el que nos cuentan los nacionalistas. El problema es una ideología reaccionaria y radicalmente antigualitaria y, si quieren completar el cuadro, el respeto acomplejado de una izquierda incapaz de criticarlo».
Se habla del éxito del nacionalismo catalán más radical y secesionista, que hace poco era minoritario, y ahora representa a la mitad de la sociedad. Sin embargo, después de décadas de uso y abuso del poder político, con una constante intoxicación nacionalista en la enseñanza y los medios de comunicación, lo realmente notable es que no hayan podido arrasar del todo con el solapamiento habitual de las identidades nacionales, que hacen que la mitad de los habitantes de Cataluña se sientan a la vez catalanes y españoles.
Una y otra vez se nos repite que esa mitad del pueblo, esos heroicos resistentes, tienen una dificultad, porque resulta que sus voces no se oyen tanto como las de los otros, porque no son visibles, porque no se manifiestan, no protestan, etc. Este diagnóstico es injusto, y desconoce la realidad catalana y la opresión a la que someten a sus súbditos los gobernantes de Cataluña y sus aliados.
Mark Weiner ilustra la relación entre clanes y totalitarismo, y la idea del clan se ajusta a la ideología y la política del nacionalismo, que parten de la primaria base de que sólo valen los propios del clan, y todo vale en contra de los ajenos que no se pliegan.
De ahí la colectivización de la cuestión nacional, con una movilización constante que machaque con la idea de que, si se movilizan, son buenos y son todos. Esto es típico del fascismo y el comunismo, siempre con «el pueblo en la calle». Los amigos de la libertad, en cambio, suelen recelar de los comportamientos gregarios, y sobre todo en circunstancias donde «el pueblo» es utilizado para justificar cualquier hostilidad, por ejemplo, las algaradas, violencias y acosos mediáticos y callejeros. En cambio, los colectivistas, como vemos en Cataluña, ponen un énfasis considerable en la propaganda, como dice Antonio Elorza, «para compensar la ilegalidad del objetivo con la imagen de una adhesión universal al mismo de la población catalana». Como el clan es todo, no hay en realidad catalanes genuinos que no sean secesionistas. Los que no lo son, como decía Frantz Fanon en una sus frases más siniestras, son cobardes o traidores.
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