César Vidal
Coaliciones: ¿bendición o maldición?
Los gobiernos de coalición son, por regla general, un producto derivado de modelos parlamentarios, carentes de sistema electoral mayoritario y enfrentados con la dificultad para articular una mayoría suficiente en torno a un solo partido. No resulta fácil señalar si los gobiernos de coalición constituyen una bendición o una maldición. Desde luego, en la Historia reciente de Europa se han conocido algunos casos de coaliciones notables por su eficacia. El caso emblemático es el de Alemania. Desde la creación de la RFA, la democracia cristiana y el partido social-demócrata gobernaron repetidamente con el respaldo de los liberales. En términos generales, se trató de gobiernos estables que protagonizaron el «milagro alemán» y que sentaron las bases del Estado del Bienestar. No es menos cierto que contaron con un excepcional respaldo de Estados Unidos y la experiencia de Weimar sumada a la cercanía del Pacto de Varsovia los llevó a actuar con notable responsabilidad. La caída del Muro de Berlín incluso abrió camino a una «Grosse Koalition», formada, entre otros, por demócratacristianos, socialdemócratas y liberales. La actual canciller Angela Merkel ha sabido demostrar una especial habilidad al frente de coaliciones. Cuando asumió el poder hará este año una década definió la coalición entre demócrata-cristianos y social-demócratas como «coalición de grandes oportunidades» que permitiría llevar a cabo el saneamiento, las inversiones y las reformas imprescindibles por encima del mensaje ideológico. La verdad es que los acuerdos de 2005-2009 y de 2013 hasta el día de hoy han funcionado más que razonablemente. Sin embargo, el caso de Alemania no es, por desgracia, la regla general. Por ejemplo, Italia ha sido una nación obligada por la corrupción y el desplome de la Democracia cristiana a vivir desde 1994 una sucesión de gobiernos de coalición. Repetidamente, tanto en el caso de coaliciones de izquierda como de derechas, la defección de algunos de los miembros se tradujo en la caída de un gobierno tras otro hasta derivar en «gabinetes de técnicos» que no han resultado más sólidos. Algunos analistas han llegado incluso a decir que Italia sigue funcionando como Estado no por el gobierno sino a pesar de él.
No mucho mejor es el caso de Bélgica que llegó a estar 540 días sin gobierno tras las elecciones de 2010. El gobierno de coalición sólo salió adelante sobre la base de acordar una reforma constitucional y dejando fuera al partido más votado, la Nueva Alianza flamenca. Por supuesto, también podría citarse como ejemplo negativo el fracaso del gobierno de concentración nacional en Grecia que abrió el camino casi por mayoría absoluta a Syriza, un partido de extrema izquierda.
Con semejantes ejemplos, no sorprende que los británicos desconfíen instintivamente de los gobiernos de coalición – los gabinetes de la Segunda Guerra Mundial fueron una excepción finalizada incluso antes de concluir el conflicto – y que la alianza en 2010 de conservadores y liberales fuera contemplada casi como un hecho contra natura. Lo mismo podría decirse de una Francia donde se intenta evitar en la medida de lo posible llegar a esa situación.
Sin embargo, aparte del peculiar caso alemán, existen gobiernos de coalición de éxito en no pocas naciones europeas. Es el caso de Noruega, Suecia y Dinamarca, pero, de manera especial, de Finlandia que, en 2011, comenzó a ser regida por un Gobierno de coalición de seis fuerzas que van de la Coalición conservadora a la Unión de izquierda pasando por los socialdemócratas o los verdes. Prueba de la solidez del gobierno es que logró aprobar recortes de envergadura por unanimidad.
Examinando casos tan dispares resulta obligado preguntarse qué determina que una coalición funcione razonablemente bien. En primer lugar, resulta indispensable una visión práctica de sus componentes. A pesar de que ningún partido renuncie a sus principios ideológicos, las coaliciones de éxito están caracterizadas por un pragmatismo que asume que el buen funcionamiento del Estado se encuentra muy por encima de programas políticos concretos. En segundo lugar, es condición indispensable una conciencia de necesidad. No se trata sólo de creer que la coalición permitirá gobernar sino también de que resulta indispensable para afrontar retos ineludibles. En tercer lugar, el éxito depende no poco de una cultura cívica nacional – en ese sentido la Europa escandinava resulta un ejemplo– que, por ejemplo, no contempla la lucha política como un enfrentamiento con enemigos encarnizados sino con adversarios con los que es posible dialogar y pactar. Finalmente –y no es poco– el éxito de los gobiernos de coalición está muy relacionado con la existencia o no de una corrupción transversal. Una vez más, en el caso de las naciones escandinavas o de Suiza su éxito ha sido posible porque no iba encaminado a cubrir irregularidades de los protagonistas políticos. Italia o Grecia son una muestra del fracaso debido a esas razones. Al final, como en todos los buenos guisos, no basta con la habilidad del cocinero sino que hay que contemplar la calidad de los ingredientes.
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