Ángela Vallvey
Comunicar
Siempre he sospechado que los seres humanos no sabemos, y no podemos, comunicarnos bien. Que el lenguaje no es más que la expresión de esa impotencia a la hora de intentar transmitir pensamientos al resto del mundo. Estoy casi convencida de que para que la comunicación se produzca, aun en términos muy básicos, el primer elemento que hay que aprender es saber escuchar. Aprender a escuchar es mucho más difícil de lo que parece, pero una vez conseguida una cierta habilidad al respecto, lo demás se presenta como un trabajo menos ímprobo. Todos, incluso el más tímido o humilde, en el fondo estamos convencidos de que merecemos ser escuchados, de que cada vez que abrimos la boca deberíamos concitar la atención del resto del planeta. O por lo menos, de los habitantes de nuestra propia casa... No ocurre así, por supuesto. Pero debemos poner todos los recursos que podamos reunir para ser escuchados, para convertir en atractivo nuestro discurso, por muy anodino y elemental que éste sea. Por eso, antes de hablar, tenemos que respirar hondo y dejar luego que las palabras fluyan con la respiración, de manera natural, elegante y no atropellada. Así debería ser también el tono que utilicemos al hablar, acariciando las palabras con la lengua, en vez de mordiéndolas con los dientes, paladeando el idioma, insuflándole aire, oxigenando las sílabas... Poseemos lenguas maravillosas, no solo el español. Es fácil decir con ellas cosas que otros idiomas no podrían verbalizar. Hasta para insultar resultan extraordinarias. Verbigracia, quien no se desahoga insultando en español, y se queda sin ganas de gresca después de haberse desfogado con palabras gruesas, –entre muchas y muy variadas para elegir...–, es que tiene gran malestar en su corazón. Pero, incluso para ofender de palabra, es mejor vocalizar correctamente. Parece menos bajuno, y sobre todo resulta más efectivo, porque calienta los ánimos de la persona objeto del vilipendio. Hay que procurar también que el tono de voz, aun siendo firme, sea bajo y dulce. La gente que grita y endurece su entonación no resulta agradable, sino irritante, lo que encamina a sus interlocutores a desconectar del discurso, a no prestarle atención. Debemos, pues, hablar como un poeta que recita los versos de su autor favorito. Y hacerlo así incluso cuando nos estamos acordando de los ancestros de las personas con quienes intentamos comunicarnos, movidos casi siempre por la necesidad de llegar a algún acuerdo.
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