Alfonso Ussía
Con o sin
Los debates políticos y electoralistas interesan muy poco. Se dicen y prometen muchas cosas y después, nada de nada. Para mí, que un debate político de interés sería aquel que contrastara los gustos y preferencias de los líderes de los partidos en cuestiones fundamentales que los ciudadanos experimentan día tras día. Por ejemplo, si la tortilla de patatas debe cocinarse con o sin cebolla. No han pasado muchos días desde que tan alta discusión se reflejara en las redes sociales con numerosas opiniones, todas ellas interesantes.
Una mayoría simple, que no absoluta, reconocía que gustaba de las dos opciones, siempre que la tortilla se presentara jugosa. Los más tradicionales en tortillología abominan de la cebolla. Comparto el desasosiego que me inspira la cebolla, sin llegar a la repugnancia que me produce el ajo. Pero la cebolla sólo tiene una amnistía, y es, precisamente, en la tortilla de patatas. La «cepulla» latina, de la familia de las liliáceas, es perfectamente prescindible en cualquier composición gastronómica, pero una tortilla de patatas sin cebolla es como un huevo sin sal, o como ir a una boda y bailar toda la noche con tu propia madre. Lo decía el gran sabio montenegrino Nikola Grumovic de vuelta de un viaje a Toronto. «Lo más interesante que puede ocurrir en un dormitorio canadiense es que se caiga el edredón al suelo». Muy radical, pero aproximado.
La tortilla de patatas sin cebolla es sosa. Una buena tortilla no debe exceder los tres centímetros de altura, y las patatas están obligadas a presentarse, entre las yemas líquidas, con un moderado color tostado. El mal aliento que el ajo y la cebolla proporcionan a sus degustadores se controla a la perfección en el caso de la segunda cuando el huevo y la patata son sus acompañantes. De ahí que no exista el peligro del beso decepcionante. Una tortilla de patatas jamás puede ser mazacota, compacta o color pollito. Y sin cebolla, es probable que de tal guisa se ofrezca.
Mi defensa de la tortilla de patatas con cebolla fue muy ingeniosamente criticada por el gran tuitero y poeta satírico «Monsieur Sansfoy».
«Dice don Alfonso Ussía/ así, como si tal cosa,/
Que la tortilla está sosa/ sin cebolla, ¡qué osadía!/ Mancillar con porquería/ la tortilla deliciosa,/ es conducta deshonrosa/ de inaudita grosería./ No es de persona educada / disparar tal andanada/ y quedarse así, tan ancho./ No se puede ser tan necio / sin ganarse el menosprecio/ del Marqués de Sotoancho».
A principios del siglo XX, «monsieur Sansfoy» y el que esto escribe, ya se habrían batido en duelo a sable o pistola en los aledaños del cementerio de San Isidro. Es decir, que a principios del siglo XX, el ingenioso, magnífico y talentudo «monsieur Sansfoy» habría fallecido, dada mi reconocida maestría en los duelos a primera sangre. Pero los españoles nos hemos civilizado, y lo que antaño podría interpretarse como una insoportable afrenta, hogaño es un mero inconveniente pasajero. No obstante, a los muchos seguidores de «Sansfoy» les recomiendo que aparquen sus fobias y prueben la delicia de una verdadera tortilla de patatas, que sólo lo es cuando la cebolla es su tercer ingrediente. Y siempre estructurada, circular, jugosa pero no proclive a deshacerse cuando se trocea. Y tradicional. La tortilla desestructurada de la «Nueva Cocina» es una majadería.
Ojalá los políticos abandonen la mentira y las promesas imposibles de cumplir en sus debates, y se ocupen de las cosas serias. Conseguir votos mediante la tortilla de patatas es mucho más honroso que proponiendo bobadas coyunturales.
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