Política

José María Marco

Constitución, nación y nacionalismos

Constitución, nación y nacionalismos
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Las constituciones son instrumentos legales y políticos que sirven para garantizar los derechos, diseñar la forma política y las instituciones del Estado, así como las relaciones entre ellas. Además, las constituciones tienen siempre algo de fundacional, y la nuestra de 1978 cumple con esta vocación. Por eso la Constitución establece en el Artículo 1.2 que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». La Constitución aclara así el principio de unidad e indivisibilidad de la soberanía. Ésta reside en el conjunto del pueblo español y no en los territorios que componen España ni en sus habitantes. Cualquier intento de romper esa soberanía es por tanto ilegal, contraria a la letra y al espíritu de la Constitución. Por otro lado, la nación que funda la Constitución española de 1978 no es una nación nueva. España, la nación española, existía mucho antes: desde 1812 como nación moderna y de ciudadanos; desde los Reyes Católicos como nación política, y desde siglos y siglos antes como unidad cultural y como horizonte vigente de convivencia. La naturaleza política de esa España, que sigue siendo la nuestra, ha sido siempre plural porque -gracias a Dios- en España no han existido de forma duradera pulsiones jacobinas que en otros países acabaron con la diversidad cultural, lingüística y política. Por eso la Constitución de 1978 diseñó unas instituciones fieles a esa tradición, llamada a veces «compuesta» (es decir, no centralizada). Así es como la Constitución abrió el paso a un proceso de reparto de competencias que ha dado lugar a uno de los sistemas políticos más descentralizados del mundo.

Más aún, la Constitución de 1978 incorporó el principio de las diversas «nacionalidades y regiones» en «una patria común e indivisible» (Art. 2), que es la de todos los españoles. Sin duda que los redactores de la Constitución no pensaban que esto acabaría con las tensiones nacionalistas propias de nuestro país desde los últimos años del siglo XIX. Lo que sí quisieron, en cambio, fue dar a los partidos políticos una oportunidad: la de superar cualquier sueño de construir una nueva nación, porque a partir de ahí la española -la de todos- resulta garante de la diversidad que la constituye. Es así como la Constitución garantiza al mismo tiempo la perduración de las diversas formas de ser español y su coexistencia sin exclusiones. En otras palabras, se puede seguir siendo catalán en Jaén y se puede hablar castellano en Girona sin que eso signifique que se sea menos español o menos catalán.

Por desgracia, el equilibrio establecido por la Constitución de 1978 no se ha respetado del todo. El proceso debía ser de restauración de una identidad compleja y de descentralización política. Lo ha sido en buena medida, pero también ha habido intentos de creación de nuevas naciones (con el nacionalismo), y un proyecto sumamente confuso (propio de la izquierda) en el que la lealtad a la nación es algo instrumental, en vez de ser, como ocurre en todos los partidos socialdemócratas europeos, un principio básico e indiscutible. Así que se oyen muchas propuestas para reformar la Constitución, aunque todos saben que ningún texto constitucional será nunca capaz de satisfacer estas aspiraciones: ni la de los nacionalistas, ni la de un socialismo que no acaba nunca de definir cuál es el proyecto nacional que quiere para España.

A diferencia de la nación siempre por construir de los nacionalistas, y de casi todos los socialistas, la nación española tiene muchos siglos de existencia. La Constitución fija su forma política, que nos sigue abriendo a todos la oportunidad de convivir en paz y en libertad.