Literatura

Literatura

Contra Woody Allen

La Razón
La RazónLa Razón

Imagino que saben del artículo que el periodista Richard Morgan dedicó el otro día a Woody Allen. El sujeto alardea de ser el primero que estudia los archivos del cineasta, reunidos en 57 cajas depositadas en la Universidad de Princeton. Dice que Allen ha construido la totalidad de su carrera en torno al argumento de hombres (viejos) obsesionados con mujeres (jóvenes). Trasuntos de un director encelado con las nínfulas: «Allen, que ha sido nominado a 24 Oscars, nunca ha necesitado ideas más allá del hombre libidinoso y su bella conquista, un concepto sobre el cual ha hecho películas sobre París, Roma, Barcelona, Manhattan, el periodismo, los viajes en el tiempo, la revolución comunista, el asesinato, la escritura de novelas, la cena de Acción de Gracias, Hollywood y muchas otras cosas». Es decir, a partir del erotismo, la conquista, el desamor y los celos el de Brooklyn ha escrito y dirigido películas sobre casi todo. Más adelante Morgan evacúa que «no hay nada criminal en la fijación de un hombre de 82 años con las de 18 y no es tan malo como ‘‘sacarse el pene de repente’’ (...) Pero es profunda y anacrónicamente indecente». La basura del caballero, que aspira a regir el curso del arte con los parámetros de un educador social al cargo de una puritana colección de libros infantiles en la que no habría hueco para Perrault, los Grimm o Roald Dahl, le lleva a reconocer que no hay nada criminal en las obcecaciones eróticas de Allen, pero aún así... Y en esos torvos puntos suspensivos cuelga al cineasta, y con él a cuantos ciudadanos comprenden la frontera entre la fantasía y el hecho, el guión cinematográfico y el código penal. Por lo demás Morgan escribe su pieza desde la conclusión, Allen es un cerdo, y dedica el artículo a demostrarla. De paso trata de enmendar la plana a un sistema judicial que en su día consideró probado que Allen no abusó de su hija. Morgan aspira a bucear en la mente del creador a partir de sus obras y, en asombrosa pirueta circense, entregar un retrato forense del hombre y sus hipotéticos deslices. Al mismo tiempo demuestra no entender nada de lo que ocurre en las citadas películas. Me pregunto cuántas horas gastó en Princeton para alcanzar tan refinadas conclusiones, tan sofisticadas deducciones. Y lo peor, me temo que en el mundo hay hombres maduros que desean a chicas jóvenes e, incluso, ¡pásmense!, chicas jóvenes que desean a hombres maduros. Al cabo, la encrucijada Morgan: o impedimos que alguien cuente esas historias o exigimos que el hombre maduro del cuento sea castigado para que todo acabe bien. O sea, abrochado con una moraleja que empotre el arte en la repisa de las herramientas de reeducación social exigidas por los árbitros de la moral ajena. Quién nos iba a decir que la posmodernidad también reivindicaría el Código Hays de 1934: «No se producirá ninguna película que disminuya los estándares morales de los espectadores. La audiencia nunca podrá ser conducida a simpatizar con el crimen, el mal o el pecado».