Manuel Coma

Convulsiones árabes

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Algunos nos inflamos a decir que más democracia, en el estrecho pero indispensable sentido de voto libre y auténtico, era más islamismo, porque eso es lo que estaba en la calle, lo que contaba con mejor organización y con una incontenible voluntad de poder. No hacía falta ser ni sabio ni genio, sólo no confundir los deseos con la realidad. Por desgracia, así ha sido, y la misma expresión de Primavera Árabe ya casi ni se menciona, aunque hay quienes se muestran inasequibles al desaliento y siguen atisbando en todo nuevo acontecimiento indicios de cambios democráticamente esperanzadores.

Pero en Egipto las cosas van de mal en peor, en Libia todos los peligros que se apuntaron como posibles consecuencias de la guerra contra Muamar Gadafi se van materializando dentro del país y en su entorno, y no parecen tocar fondo. Hasta en la pionera y más occidentalizada y pacífica Túnez, la política va adquiriendo un tono cada vez más turbio. En el diminuto Bahréin, la revuelta fue abortada por los saudíes y en Yemen la retirada del dictador Saleh del poder casi ni llega a golpe palaciego, envuelto en mucho tribalismo y no poco islamismo.

Queda Siria, donde nos amenaza el espectro de que, tras el baño de sangre en marcha, lo que pueda sustituir a lo que hay sea todavía peor. Y para de contar. Si de las esperanzas frustradas de un amanecer radiante pasamos a las de un eclipse de lo tenebroso, hay que constatar que el tránsito de Osama Bin Laden no ha significado el de la organización terrorista que fundó ni el de la rabiosa familia religioso-política en la que se encuadra. Sólo hemos percibido pequeñas mutaciones adaptativas, sobre todo en el aspecto geográfico. Al Qaeda colea en Yemen y Somalia y pugna por levantar la cabeza en los países del Sahel africano.