Cine

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Cronista del Oeste

La Razón
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Maldito verano de 2017. Olviden la engañosa tregua de las vacaciones. El estío amaneció envenenado de malos rollos, horfandad sobrevenida, despedidas y ausencias. El último héroe personal que dice adiós es Sam Shepard. Ha muerto con 73 años. Desde 2009 estaba separado de Jessica Lange, su pareja desde mediados de los ochenta. Repiten los loritos que fue el más grande dramaturgo estadounidense del último medio siglo. No seré yo quien les contradiga. Aunque cuidado con David Mamet. Abruma la calidad y cantidad de lo que escribió. Esa mezcla patentada de Samuel Beckett con John Ford, bien engrasada mediante la iconografía del Oeste y sus muy crepusculares y dignos perdedores. Su teatro trae en las alas la potencia de una lírica a prueba de posmodernos, en la que los hallazgos humorísticos, el juego con los registros y sus guiños a la alta y baja cultura nunca invalidan la arrolladora capacidad para empatizar con el dolor y los anhelos del hombre. Quienes veneramos el arte de Bob Dylan recordaremos siempre aquel estupendo libro que dedicó a la cataclismática gira del 75, la Rolling Thunder Revue, acaso el momento supremo del Dylan vocalista, y por supuesto la canción (o mejor canciones) que hicieron juntos, «Brownsville girl», previamente bautizada como «New Danville girl». Cualquiera con un mínimo de sensibilidad y cerebro le debe el guión de esa joya llamada Paris, Texas. Como actor dio credibilidad, hondura, sabiduría y cuajo a un sinfín de proyectos alimenticios, aunque también actuó en películas tan notables como Elegidos para la gloria y Días de cielo. En sus últimos años destaca su prodigiosa actuación en «Blackthron», el majestuoso western escrito y dirigido por Mateo Gil. Una reinvención del mito de Butch Cassidy que espera el final en el altiplano boliviano, olvidado de todos, finalmente libre de la encarnizada persecución de sus enemigos, y que cuando menos lo esperaba resulta herido por los ecos de un pasado que vuelve para ajustar cuentas y restañar deudas. Un western melancólico, deudor de los clásicos y con hechuras de gran cine. Con una escritura soberbia, una fotografía deslumbrante y un regusto a soledad, violencia y muerte que habría enorgullecido al Sam Peckinpah de «Grupo salvaje». La gran película española, o directamente una de las grandes películas, de cualquier sitio, de los últimos años, y en la que Shepard desplegaba su infinito magnetismo, su voz de campana rota, el aguardiente de una inteligencia que nunca dejó de cuestionarlo todo y el primero así mismo. El mismo intelecto superdotado que le sirvió para escribir muchos de los dramas aupados a un canon teatral que no conocía a un autor tan influyente y reverenciado desde los días de Tennessee Williams. Nunca dejó de escribir ni logró de apaciguar por completo los demonios asociados a la botella. Quedarán sus textos en claroscuro, la gallardía de una prosa alérgica al postureo. La humanísima compasión por las criaturas rotas de sus obras. Su tozuda decisión de vivir sus últimos años en un rancho perdido de Kentucky lejos de todos y sobre todo de Hollywood. El orgullo sin aspavientos ni vanagloria de un gigante.