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Todos los años el Papa recibe antes de Navidad a la plana mayor de la curia romana y a los cardenales residentes en la Ciudad Eterna. En su habitual discurso, Francisco, una vez más, no se ha ido por las ramas y les ha hablado de la siempre necesaria reforma.

«La reforma de la curia –les ha dicho– no tiene un fin estético como si se quisiera hacerla más bella; no puede ser entendida como una especie de «lifting», de maquillaje ni tampoco como una operación de cirugía plástica para quitarle las arrugas. Queridos hermanos, en la Iglesia no hay que temer las arrugas sino las manchas».

En la imponente Sala Clementina del Palacio Apostólico las caras de algunos cardenales se iban volviendo lívidas. Y la palidez se intensificó aún más cuando el Pontífice se refirió a las resistencias que encuentra la reforma. Algunas –dijo– son abiertas y nacen de la buena voluntad; otras son escondidas y afirman que quieren el cambio pero desean que todo siga como antes. Por fin se refirió a las «resistencias malévolas que se presentan cuando el demonio inspira malas intenciones... este tipo de resistencia se esconde detrás de palabras justificadoras y en muchos casos acusadoras, refugiándose en las tradiciones, en las apariencias, en las formalidades, en lo conocido o incluso en querer llevarlo todo al terreno personal sin distinguir entre el acto, el actor y la acción».

Bergoglio hubiera podido poner nombres y apellidos a los diversos tipos de resistencias; no lo ha hecho porque comprende que el proceso reformador de un organismo tan complejo como la curia romana no se hace de un día para otro. Señaló, eso sí, que son necesarias entre otras cosas la fidelidad a lo esencial, discernimiento, valentía evangélica, sabiduría eclesial, confiando siempre en la necesaria ayuda del Espíritu Santo.

Por fin ha deseado una mayor presencia de seglares y mujeres en el organigrama curial. Cuando al final del acto los presentes acudieron uno a uno a saludar al Santo Padre, era evidente, casi escandalosa, la ausencia del sexo femenino y de los varones no célibes. Una «resistencia» que no tiene nada de evangélica.